Tengo que reconocer que estoy siguiendo mucho más a James Brown desde su muerte. Sé que suena fatal y que algún tribunal de la ortodoxia a lo mejor puede multarme por admitirlo en público, pero la música negra nunca se ha contado entre mis grandes pasiones, así que el bueno de James me aburría a la tercera canción (o incluso a la primera, si se trataba de una de esas versiones ilógicamente extensas que pretendían inducir al éxtasis bailongo). Pero otra cosa son sus peripecias: en vida ya entretenía, con su mano larga y sus armas cortas, pero desde el día de Navidad se ha convertido en algo fascinante. Imagino que ya lo sabrán, pero James Brown continúa insepulto, dentro de un féretro sellado que está guardado en una habitación fresquita, mientras su familia o, mejor dicho, sus familias se dedican a despellejarse por los dineros que el artista ganó shaking his money maker. Al tío se le pasó incluir en su testamento a su tercera mujer, que al parecer no merece el título de esposa porque ya tenía otro marido cuando se casó con el cantante, y también a su último hijo conocido, porque ya se sabe que no daba mucha importancia a la prole. Así que ahí están todos, peleándose a ritmo de funk y sin ponerse de acuerdo siquiera sobre el emplazamiento del futuro mausoleo, mientras a Brown se le va poniendo peor cara que en vida. Todavía.