La prensa sudamericana ha publicado unos documentos que parecen probar que en su adolescencia y juventud Carlos Gardel, ese señor que canta cada día mejor porque los discos ensayan por la noche, fue un estafador de poca monta. Al parecer, practicó entre otros el timo de la herencia: engañar a alguien para conseguir un dinero con el anuncio de que se está a punto de recibir un notable legado lo que permitirá devolver la suma recibida incluso acrecentada. La cosa tiene su interés biográfico, como lo tiene saber que Gunter Grass mantuvo en sus años mozos alguna relación con los nazis, o como adentrarse en el pensamiento político y las actitudes públicas, verdaderamente rechazables, de Louis-Ferdinand Céline, ese escritor que aseguraba no entender, en plena Segunda Guerra Mundial, cómo los nazis eran tan blandos con los judíos.
Pero ni la delincuencia de Gardel, ni las ideas políticas de Céline o un pasado equivocado de Grass restan un ápice de valor a sus tangos o sus libros. Lo curioso es que cada vez se mezclan más ambas cosas, lo que lleva a adoptar posturas que me parecen extrañas. No escuchar a Gardel porque fue un estafador en su juventud como no leer a Céline por sus simpatías hacia los nazis o evitar los libros de Cela porque el personaje nos caía muy mal es perderse grandes cosas de la cultura occidental. Quizá ninguno de ellos fuesen tipos con los que nos gustaría salir de copas. Ese es otro tema. Y lo de mezclarlo todo es un error común incluso entre gentes del mismo ámbito. Sin dar nombres, un famoso escritor de la Generación del 27 decía de otro que no podía leer sus libros porque era una persona muy pesada en el trato directo. Quizá. Pero eso no es lo que debe interesar. Sigan escuchando a Gardel. Fue uno de los grandes.