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César Coca

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Rubinstein, un artista irrepetible

Estos días he estado escuchando con atención un disco que es historia de la música: la grabación que en abril de 1977, a la edad inverosímil de 90 años, grabó Artur Rubinstein con la Filarmónica de Israel, dirigida por Zubin Mehta. Se trata del primer concierto para piano y orquesta de Brahms y es una de las últimas grabaciones –tal vez la última, no lo sé con seguridad- del pianista polaco de origen judío, que se retiró ese mismo año con un recital en Londres.

Ignoro si músico alguno de su categoría ha grabado un disco a esa edad, de manera que podríamos estar ante un récord en el ámbito de la clásica. Pero lo importante no es eso. Lo importante, me parece a mí, es que la grabación, a poca imaginación que se tenga, pone los pelos de punta. Hay que ver a un viejecito casi ciego ponerse al piano y tocar con ese sentido de la musicalidad, de la comunicación, y ofrecer una versión que va a la esencia verdadera de la partitura.

Por supuesto, no es una interpretación perfecta. Rubinstein, estrictamente, nunca hizo interpretaciones perfectas. Durante su juventud presumía de que él siempre tiraba al suelo un buen puñado de notas –es decir, que no las tocaba-, en parte debido a que estudiaba muy poco por su conocida holgazanería y a causa de una desmedida afición por la buena comida, la bebida y las mujeres, a las que dedicaba la mayor parte de su tiempo. García Márquez, a quien entusiasmaba Rubinstein como pianista y personaje, lo incluye en dos de sus libros como un secundario más, y lo presenta en ambos casos cenando copiosamente a altas horas de la noche tras un concierto y rodeado de bellas mujeres. No es una licencia literaria: se sabe que a los 90 años, por la época de la grabación del primer concierto de Brahms, entabló una relación amorosa con una mujer mucho más joven. Y la lista de sus aventuras es directamente interminable.

Rubinstein vivió mucho, en todos los sentidos. Thomas Mann decía de él que era un músico feliz, y creo que nadie lo ha definido mejor. Esa felicidad se refleja en su forma de tocar el piano. También está ahí su enorme talento, claro. Y esa facilidad maravillosa con la que toca, tanto que parece como si jugara, como si fuera un niño ante un teclado haciendo diabluras con las notas.

La forma de interpretar de Rubinstein no es la de nuestros días. Hoy nunca se publicaría un disco de estudio (y si es una grabación en vivo ya se arreglará después en el estudio) con fallos en algunas notas, aunque sean pequeños. Alguien ha dicho alguna vez que el polaco no tocaba todas las notas, en efecto, pero cómo sonaban las que sí tocaba.

Por eso, la grabación del concierto de Brahms que he estado escuchando estos días (y que aparece en una recopilación con motivo de los 70 años de la Filarmónica de Israel, distribuida por Harmonia Mundi) me parece casi un milagro. Un anciano toca el piano y muestra una vitalidad extraordinaria en una obra de juventud de Brahms, teñida de un dramatismo inspirado por la enfermedad de su mentor Robert Schumann. Su versión (creo que es la tercera grabación que hizo de esa partitura) es un canto a la vida de un personaje irrepetible que sabía que su retirada estaba muy cerca y su despedida de esa vida que tanto amó también. Seguro que ese Brahms no es estrictamente el mejor que han escuchado ustedes, ni yo, pero es el más cargado de emociones.

(Les dejo un video con un fragmento del segundo movimiento del concierto. Es de 1973 y Rubinstein toca con la Orquesta del Concertgebow de Amsterdam, dirigida por Haitink. Es lo más parecido que he encontrado)

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