Es la imagen más nítida que tenemos de la transición, la de los guardias civiles entrando en el Congreso, la del golpista gritando como un energúmeno. Fue la mayor dificultad pública en el asentamiento de la democracia, pero contradictoriamente nos ha quedado como uno de sus acontecimientos fundacionales. Lo revivimos como si fuese ayer –los que nos tocó por la edad-, mucho más próximo que sucesos muy posteriores. La principal razón de este fenómeno no está en la repetición periódica de las imágenes del asalto a las Cortes o en su recreación mediática. Se debe a la sacudida de irrealidad y angustia que produjo la sensación de que se nos iba la democracia apenas recién llegada, la pesadilla del retorno a la larga noche interminable.
El 23-F tuvo un aire trasnochado, cutre, como de actores acartonados de otra época –así se percibió ya en su día-, pero su desenvolvimiento informa sobre algunas características de la transición y de la formación del régimen democrático. Tras el golpe de Estado se habló de que en su fracaso había tenido importancia la reacción popular, aludiendo a la manifestación inmensa que hubo en Madrid cuatro días después, la mayor que había habido hasta entonces. Pero, se diga lo que se diga –y sobre los lances personales de ese día hay muchas fabulaciones-, la tarde-noche del 23 de febrero lo que predominó fue la desmovilización, el silencio. Un silencio expectante, a la espera de que el asunto se resolviese y de que se zanjase bien: sin más violencias y por la causa democrática. La imagen fue de preocupación, pero también de que todo se jugaba en las alturas.
Así que quitando algunos militantes comunistas que llamaron a reaccionar y que estuvieron más solos que la una, la gente oía la radio. No sólo la ciudadanía de a pie. En general, la clase política –no todos los políticos estaban secuestrados en el Congreso, pero así pareció- brilló por su ausencia, a veces clamorosa. Había unos cuantos centenares de autoridades en ejercicio y optaron por el mutis, sin que a nadie se le oyera musitar nada sobre la defensa de la democracia. Como si no fuese con ellos ni hiciesen falta posicionamientos públicos con algún riesgo. Hasta entonces, en la percepción colectiva del régimen constitucional la democracia constituía una responsabilidad ajena, de las altas esferas del Estado.
Luego sí: tras el fin del golpe de Estado llegaron las euforias y las felicitaciones, el descubrimiento de que todos habían suspirado por la democracia (quizás en la intimidad). Llegó también la reacción popular y es posible que la conmoción convirtiese el mito en realidad. Se materializó la imagen de una población que se movilizaba activamente por la convivencia y la idea pasó a formar parte de la conciencia nacional. Una vez que se había visto en riesgo la estabilidad constitucional, hubo un apoyo expreso. Era una novedad. Al fin y al cabo, si bien la transición respondió a la voluntad democrática de la ciudadanía, no hubo grandes movilizaciones reclamándola, como ha sucedido en Túnez o en Egipto o en su día en los países del Este de Europa. Lo esencial fue la postura de los dirigentes, que acertaron, pero eso mismo produjo una sensación inicial de alejamiento respecto a la transición democrática, que se relató como un asunto de élites y no se entendió como una construcción colectiva.
Seguramente resultaba certero el comentario de Calvo Sotelo de que si el golpe hubiese triunfado en su versión blanda –con Armada de presidente y una especie de gobierno de coalición- también lo hubiesen apoyado manifestaciones multitudinarias, quizás con algo menos de gente. Pero lo importante es que el apoyo masivo a la democracia y a los moldes constitucionales se hizo expreso y, al menos durante algún tiempo, hasta condicionó la actuación de los políticos, que habían especulado en exceso y con superficialidad sobre operaciones políticas y componendas gubernamentales raras.
Como no podía ser de otra forma –sucede siempre- las teorías conspirativas dieron sus explicaciones nocivas sobre los sucesos del 23-F, en general descabelladas. Predominó la de que fue un autogolpe promovido por el rey, una de las más absurdas, pues de querer un golpe en aquella coyuntura de precario asentamiento constitucional no hubiese necesitado aquella parafernalia casposa. Sí resulta cierto en cambio que, además del alejamiento de la ciudadanía, que tendía a ver la política como un juego de políticos, éstos estaban gestando una democracia hosca, con la impresión de crisis permanente. El partido del Gobierno (UCD) conspiraba constantemente contra sí mismo y contra el Gobierno; y en los demás partidos había quienes participaban en especulaciones que situaban la política al margen de los cambios electorales. El 23-F, el golpe de estado y su fracaso, acabó con todo eso.
En las actuales revisiones críticas de la transición constituye un lugar común que ésta no fue tan tersa como se aseguraba, que tuvo sus sombras. Es un truco retórico: naturalmente que tuvo sus sombras y sus rémoras, circunstancias que nadie ha negado en serio. Pero fue modélica en el sentido de que llevó a una legitimidad democrática con apoyo popular. Lo hizo en un plazo breve y con algunos sobresaltos que no impidieron el éxito del proyecto de convivencia. La peripecia más delicada fue el 23-F y, a la postre, contribuyó de forma decisiva a asentar la democracia como un bien valorado colectivamente, no un régimen político de parte sino compartido, lección que convendría no olvidar cuando treinta años después han retornado los sectarismos.
Publicado en El Correo