La política española, de natural desabrida, prescinde de sutilezas y de síntomas de poso ideológico. Gustan más los exabruptos. Rara es la semana que no se llama a alguien traidor. “Mariano, traidor”, gritaban en la manifestación de víctimas del terrorismo. “Desgobierno de traidores”, además de “Rubalcaba papanatas” decían las pancartas. La mala uva está a flor de piel y se recurre al escarnio ajeno para asentar las posiciones propias. Rajoy o Zapatero (y todos los demás) son casi cotidianamente tachados de traidores. Se pretende así la descalificación absoluta, pues la traición se considera el gran pecado público. Es raro en un país en el que gusta la superficialidad política. La fidelidad, la lealtad y la nobleza están en el imaginario público como las mayores virtudes. Inmunes a la modernidad, los valores básicos parecen de tiempos de Felipe II. Sorprende la hipersensibilidad nacional para detectar traiciones por doquier: no errores, posturas criticables o discrepancias, sino traiciones. (Se descubren en el otro lado del campo de la batalla: va de suyo que ni PP ni PSOE nunca vean traiciones en su bando).
En el proceso de barbarización verbal de la política española otro término está haciendo fortuna. Es el de “cómplice”. Nuestros políticos, bien dotados para el maniqueísmo, encuentran complicidades (inconfesables) por doquier Se está convirtiendo, con el de traidor, en el descalificativo preferido, que usan cuando quieren parecer perspicaces. Insinúa lo peor del adversario y sugiere ramificaciones espurias. En el PP les gusta el término. A Rajoy “no le preocupa que Rubalcaba sea el candidato porque es cómplice de Zapatero”: en una tacada éste queda como autor de tropelías y aquel como colaborador necesario. También ha acusado a CC por cómplice del gobierno. Hay quien considera al PSOE cómplice de la represión franquista, del terrorismo de Estado en Marruecos y un largo etcétera. Todo hosco y sin matices: como nos gusta.
Y el PSOE usa la expresión con entusiasmo. Encuentra cómplices (del mal) por todos los lados. Rajoy es cómplice del Gürtel, cómplice de la corrupción, según los sociatas de Valencia. Si no lo rectifica, es cómplice de Aznar, asegura Iglesias. El ministro Blanco es una especie de máquina de localizar cómplices. En pocos meses ha encontrado a Rajoy “cómplice” de “burla sexista” (por las declaraciones machistas del alcalde de Valladolid) y del caso Palma Arena; al PP cómplice de los controladores aéreos; a la prensa granadina que critica que las obras no avancen, cómplice del PP, imaginando que cuando éste reinaba se callaban las demoras. Lo peor no es sólo que en esto fabulase, sino el victimismo que ve tramas perversas para hacerle la pascua.
Quizás se ignora que “cómplice” quiere decir “participante en un delito o falta cometido entre varios”, “persona que contribuye, sin tomar parte en su ejecución material, a la comisión de un delito o falta”: lo explica así el María Moliner, entre otras acepciones más rotundas. Como adjetivo la complicidad puede resultar simpática (“una sonrisa cómplice”), pero se usa en el sentido peyorativo. Es una expresión grave, no una bagatela. La política debería cuidar más las metáforas, que la vida pública se nos convierte en una desmesura, llena de traiciones e insinuaciones de delitos y faltas.
Publicado en Ideal