En las últimas semanas, varias personas me han preguntado qué pienso de los tres libros de E. L. James. Ya saben ustedes, las sombras de Grey y secuelas. Lo primero que contesto siempre es que, aunque he tenido los libros en mis manos y les he dedicado bastantes minutos, repasando el estilo, el modelo narrativo, etc., estrictamente no puedo decir que los haya leído. Sé de qué van, cómo ignorarlo, pero mi conocimiento llega hasta ahí. Y sé de su éxito comercial y de que se han convertido en tema de conversación de muchas mujeres lo mismo en el café de media mañana en su trabajo como en la peluquería y casi cualquier otro lugar.
Lo que cuentan estos libros, básicamente, es una relación de seducción, con una fuerte carga de dominación por parte del varón y prácticas sadomasoquistas, contadas con todo lujo de detalles. Tanto que ya hay quien habla no de literatura erótica, sino abiertamente pornográfica.
El fenómeno no es nuevo. En el siglo XVIII, el marqués de Sade ya narró algunas relaciones así, con una carga filosófica (todo lo discutible que se quiera, pero había pensamiento detrás) de la que carecen estas novelas, cuyo enfoque es descaradamente lo comercial, algo a lo que por otra parte cualquier creador tiene pleno derecho. Los libros del marqués, que estaba en la prisión de La Bastilla días antes del estallido de la Revolución francesa, han tenido una gran relevancia posterior. Pocos escritores han conseguido crear un adjetivo con su apellido, y él es uno de ellos, lo que prueba su éxito.
Les aseguro, y no es un pronóstico complicado, que los libros de E.L. James no van a tener una importancia similar. Entre otras cosas, porque no son un prodigio literario. Dicho todo ello, no voy a criticar a quienes los leen, por supuesto. Hay que leer de todo, y siempre es mejor leer algo que no hacerlo.