Los pelotas son una especie que no está en vías de extinción. Se suceden generación tras generación y florecen en determinados momentos. Las campañas y precampañas electorales son uno de ellos. En esas semanas, se despliegan en todo su esplendor. Es justo lo que está pasando ahora.
Hablo sobre todo del pelota que quiere extender sus halagos al jefe a la humanidad entera. Porque hay un pelota tímido que se limita a reír todas las gracias del líder, adularlo a la menor ocasión y mostrar su disposición a estar ahí para lo que se le necesite, sobre todo si ello supone un buen puesto o un ascenso, pero en privado. Y luego está el pelota a lo grande, la estrella de los pelotas. El que narra al mundo a través de todos los medios a su alcance, redes sociales incluidas, su admiración por ese líder carismático que nos sacará de todos nuestros agobios.
El pelota por tierra, mar y aire se distingue por su falta absoluta de pudor en el elogio, capaz de convertir en virtud cualquier carencia del líder. Y por la dureza, en general teñida de zafiedad, en las críticas a los rivales. Enfrascado en la pelea con otros congéneres por situarse en el mejor puesto de salida hacia ese cargo al que aspira, esa subvención con la que sueña, ese contrato a su medida o ese premio al que se considera con todo derecho, con frecuencia no mide la magnitud de halagos ni críticas. Así que no es extraño que se precipite en el denuesto al contrario o que se exceda en el elogio de algo con lo que ni siquiera su amado líder está muy de acuerdo.
El pelota no tiene miedo nunca a caer en el ridículo. Para él siempre es peor quedarse corto que pasarse. Y jamás pierde la oportunidad de demostrar, incluso aunque nadie se lo pida, que fue el primero en los elogios, que creyó en su líder antes que esos otros arribistas de último minuto que se creen llamados también al reparto de prebendas.
Estamos a punto de empezar el otoño y aquí andamos: parafraseando a Proust y sin que haga falta magdalena alguna, estamos a la sombra de los pelotas en flor.