Una escena de hace algo más de 30 años. Media tarde de un día de mayo en un aula en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, en el llamado edificio Fisac (por el arquitecto), que hoy es la Escuela de Estadística. Termina la clase (una asignatura de primer curso) y dos muchachos jóvenes se asoman a la puerta. Buscan a un tercero al que localizan enseguida y comienzan a hacerle gestos para que salga. Lo hace y escucha de su boca lo que es casi una orden de obligado cumplimiento: “Coge las cosas, que hemos encontrado entradas para el concierto y es a las ocho”. Y los tres se van al Teatro Real, entonces sala de conciertos. En los atriles, la Sinfonía Nº 4 de Brahms, y en el podio, Sergiu Celibidache. Será para los tres una de esas experiencias culturales irrepetibles.
Siento no recordar (ya habrán adivinado que yo era el que estaba en clase) la orquesta. Quizá fuera la Filarmónica de Múnich, pero no estoy seguro. Tampoco soy capaz de decirles cuál fue la obra de la primera parte, que no dejó mucha huella en mí, por lo que se ve. Pero esa Cuarta de Brahms está muy viva en mi memoria.