Hubo un tiempo que en que poner a parir a la Academia era como
de rigor. Que si a la institución le sobraba caspa, casticismo,
estrecheces y bigotitos fachas. Nadie daba un duro por ella. Ahora, sin
embargo, es como de obligado cumplimiento considerar que un académico
es lo más de lo más. Los tiempos cambian. La crítica es ahora de mal gusto. Queda demasiado petardo. A uno le miran mal. Es mejor nada a favor de la corriente, así que ¡viva la Academia!
Conste que no lo digo por Marías, ni por su padre, un tipo que
no fue un gran filósofo pero sí un excelente ensayista, con una
curiosidad y un estilo admirables. Como digo, me parece muy bien que a
Javier Marías le metan en la Academia, porque ha demostrado que sabe lo
que es la lengua española. Ahora bien, no puede decirse que todos los académicos hayan entrado igual: quiero decir, por méritos. ¡Ah! Las influencias, supongo que también está feo citarlas.
Si la Academia ha cambiado, ha sido precisamente por
gente como Marías, Muñoz Molina y por filólogos y lingüistas que hacen
un trabajo de caerse de espaldas, como Ignacio Bosque. Es de justicia
señalarlo. Pero no hagamos de ella un objeto de veneración ni a los
académicos unos santones, ni le atribuyamos una autoridad pública que
no tiene. Que la lengua, como diría Agustín García Calvo, es de todos.