He estado leyendo la estupenda biografía de Gerald Clarke sobre Capote así como las cartas
que se han reunido en la edición de Lumen con el título de ‘Un placer
fugaz’. Hay muchas cosas que salen a flote en este retrato resultante
de cruzar los dos libros. Una, su perfeccionismo. Podía tirarse una mañana para buscar la palabra exacta, dice Clarke (¿no estamos exagerando y eran un par de horas como mucho?). Otra que, desde adolescente, perseguía la fama. Lo raro es que se hiciera escritor para conseguirla.
Al menos, visto desde hoy. Fama, lo que es fama, es mejor buscarla por
los métodos hoy convencionales: deportes, escándalos, guarrerías, cosas
así. Un escritor, aunque sea malillo, necesita llegar a la página 200 para poner el punto final a una novela.
Y eso cuesta. Se necesitan horas, muchas horas, y yo no veo a la gente
muy dispuesta para tales sacrificios. ¿Que todo el mundo quiere ser Dan
Brown? Bueno, maticemos. Todo el mundo quiere vender tanto como El código da Vinci.
No necesariamente libros. Lo que haga falta. Para mí, que no todo es
malo en este panorama. Conozco a unos cuantos autores y editores
jóvenes, y sé por qué se meten en esta ruina: por vocación.