Estoy disfrutando leyendo al Gobernador de Magonia
y a sus detractores a cuenta de lo ‘Cuarto milenio’ y el pueblo maldito
de Ochate. Conozco ese lugar y allí he vivido un momento cumbre del
absurdo que paso a regalar a lectores de Gámez.
Hace unos quince años, un sábado por
la noche, me mandaron a hacer el típico reportaje simpático sobre un
akelarre que habían montado en el pueblo de Aguillo, al lado de Ochate,
el de las ruinas malditas y el ovni de Treviño. Cuando llegué a la
aldea con mi boli y mi libretica corrí a buscar a los organizadores de
aquella historia y me llevaron a la casa del alcalde. En una especie de
txoko estaban terminando de cenar el primer edil, el famoso Prudencio
Muguruza y el ‘fakir Kirman’. Sí, me lo presentaron como el ‘fakir
Kirman’. Prudencio Muguruza, que estuvo realmente amable, no paraba de
hablar de energía, de una noche única, de que puede pasar de todo, de
que igual vemos otro ovni, etc… En cuanto al hombre que me
presentaron como ‘fakir Kirman’, era un catalán que se fumó uno de los
puritos que yo llevaba mientras se bebía el pacharán casero del alcalde
y comía leche frita empapada en canela. Me empezó a hablar de lo bien
que se llevan vascos y catalanes pero cuando se acabó el purito se
calló para seguir comiendo y bebiendo.
Del alcalde he olvidado el nombre
pero no su cara de susto. Me pareció una buena persona a la que habían
convencido para organizar aquello y de repente descubre que nada es
como le habían contado. Lo cierto es que me miraba sin ninguna
confianza. Más que mirarme me vigilaba. Creo que pensaba algo así: «Si
un periodista viene hasta el pueblo, algo de serio tiene que tener
esto. Pero igual es una astracanada, como imagino que va a ser después
de lo que he oído en la cena, y seguro que el tío va y lo larga en el
periódico. Aunque puede ser peor. Si el tío también se cree estas
historias de energía y esas gansadas, vamos dados». .
Entonces nos llevaron al prado donde
se iba a celebrar el akelarre. Era una noche oscura y para iluminar el
camino, que atravesaba barrancas y bosques, habían colocado una
interminable hilera de camping gas. La verdad es que la campa estaba
llena de gente. Había muchos vecinos de la comarca, bien provistos de
botellas de vino, y unos seres muy extraños. Iban vestidos con túnicas
blancas y nos miraban como si fuésemos unos ignorantes, unos profanos
incultos. Se me olvidaba algo muy importante. Había que pagar entrada.
Si no aflojabas la pasta, no podías usar la senda iluminada, algo que
aquella noche cerrada no parecía muy recomendable.
Nada más empezar la actuación, el
‘fakir Kirman’ se subió a un escenario vestido con una túnica negra y
empezó a recitar una especie de conjuro. Entre sus manos sujetaba una
espada toledana y a sus pies tenía un enorme caldero de estaño.
Mientras soltaba su letanía no paraba de meter y sacar la espada del
caldero. Luego explicó, para los que todavía no lo habían entendido,
que se trataba de un rito de fertilidad. Recuerdo que a mi lado había
un hombre que gritó: «¡Esta noche se van a quedar embarazadas hasta las
piedras¡».
El evento continuó con unas extrañas
danzas de los individuos de las túnicas y con algunas exhibiciones del
fakir Kirman, que se dedicaba a hacer esos números de hipnotismo en los
que uno piensa que el hipnotizador y su presunta víctima se conocen
desde el colegio. Entre el público empezaba a hacer efecto el alcohol y
más que un akelarre, aquello parecía un botellón.
Entonces pasaron cosas. A eso de la
una de la madrugada empezaron a escucharse unos aullidos tenues, una
especie de gemidos lejanos que surgían del escenario. Nos acercamos a
ver qué ocurría y entonces vimos a una pareja que se había escondido
debajo del escenario y se dedicaba a sus intimidades. Escuché como ella
le preguntaba a su compañero: «¿Seguro que no no ve nadie?»
Eso no fue todo. A la hora de
marcharse comenzaron los problemas. Habían robado todos los camping gas
que iluminaban el camino así que no había manera de encontrar la senda
de regreso. La gente – convenientemente calentada por la
bebida- andaba sin rumbo por el monte, intentando iluminarse con
mecheros mientras no paraban de escucharse gritos de auxilio y el
sonido de personas rodando por el suelo o rompiéndose el tobillo. Yo
también me caí un par ce veces ante de volver al pueblo. Nada más
llegar me encontré con el alcalde.
– «¿Has visto el caldero?», me preguntó con cara de malas pulgas.
– «Sí, en el escenario».
– «No, joder. Después del rito. Es que era de mi familia y me lo han robado».
No, no lo había visto. Me largué a
toda prisa de allí. Años más tarde, Iker Jiménez escribió un libro
sobre el pueblo maldito. No se si habló del momento en el que los ovnis
abdujeron el caldero y los camping gas.