Leo Perutz trabajó durante unos meses en la misma compañía de seguros que Franz Kafka, en la ciudad de Praga. Ambos eran judíos, habían nacido en la actual capital de la República Checa y descendían de familias adineradas y vinculadas al comercio. Los dos jóvenes eran casi de la misma edad –Perutz tenía un año más– y compartían idéntica afición por la literatura aunque tenían una formación académica alejada de la misma. Kafka era abogado y Perutz, matemático.

A partir de ahí, en su obra hay un tronco común, una influencia que viene de la gran tradición centroeuropea de la última mitad del siglo XIX, pero los puntos de conexión no pasan de eso. Se ve perfectamente en esta colección de cuentos que Perutz publicó poco antes de su muerte: se trata de relatos sobre la vida los judíos de la ciudad en tiempo del emperador Rodolfo II (en el siglo XVI), con una serie de personajes comunes que articulan la serie. Uno es el gran rabino Loew, otro el filántropo Mordejai Meisl, cuya tumba está en el cementerio que rodea la sinagoga vieja-nueva de Praga, que no por casualidad es un escenario recurrente de los relatos.

Los cuentos componen una historia compleja porque el tiempo transcurre entre unos y otros: por eso, hallamos a Meisl siendo niño y lo vemos ya en su senectud, de la misma manera que conocemos a su bellísima esposa, Esther, en los años en que contrajeron matrimonio y más tarde, cuando su relación atraviesa por problemas complejos.

Perutz narra con detalle, sin excluir información sobre la vida de la ciudad ni las costumbres del momento. Lo hace con un lenguaje clásico y un ritmo lento, moroso, que no resultará ajeno a quienes conocen bien la literatura centroeuropea de la primera mitad del siglo XX. En el epílogo, el autor narra cómo, siendo un adolescente, vio desaparecer la mayor parte del barrio judío de Praga, ese al que él volvió a dar vida.

 (Publicado en elcorreo.com)