La vida musical centroeuropea debió de ser muy animada en la segunda parte del siglo XIX, con dos bandos claramente diferenciados (wagnerianos y antiwagnerianos) debatiendo con argumentos y sobre todo con obras. El catálogo de piezas maestras estrenadas entre 1860 y 1890 es enorme. Es el final de la época dorada del Romanticismo, que empieza a dar signos de hipertrofia y agotamiento.
En el bando de los wagnerianos destaca un músico discreto, de existencia gris y aburrida (algunos biógrafos sostienen que se mantuvo célibe hasta el fin de sus días), que se ganaba la vida como organista en la iglesia de San Carlos de Viena. Su nombre es Anton Bruckner y ha pasado a la historia como uno de los más grandes sinfonistas de todos los tiempos. También como un compositor inseguro, que corregía una y otra vez las partituras, incluso después de publicadas, influido por críticos, amigos y colegas. Las revisaba sin cesar, y no siempre el resultado final es mejor que el original, hay que añadir.
Bruckner es un compositor de larguísimos desarrollos, autor de una música concentrada, meditativa, que requiere de un esfuerzo del oyente porque tiene que estar atento para captar toda su complejidad. No es un músico que tenga demasiados adeptos en los países del sur de Europa. Su obra más conocida y la de más éxito desde su estreno es esta Sinfonía Nº 7. Una partitura muy extensa (según las versiones, supera con amplitud los 70 minutos), en la que destaca un segundo movimiento lento de enorme belleza.
La sinfonía fue concluida en 1883. Les hablaré de ese mismo año la semana próxima, y ya les adelanto que me cambiaré de bando: me iré con los antiwagnerianos.
Disfruten de estos veintitantos minutos de belleza. Wilhelm Furtwängler dirige a la Filarmónica de Berlín en una grabación de 1942.