Pongo la TV y en todas las cadenas, a casi cualquier hora, hay programas de cocina. Con cocineros profesionales explicando cómo se hacen platos sencillos, o sofisticados o directamente imposibles. Cocineros chistosos y sosos hasta decir basta, directos –demasiado directos, a veces– o más distantes; simpáticos de continuo o solo a ratos; afables o bordes hasta la náusea. Y aficionados de variada condición imitando a los profesionales. Sin olvidar a niños, abuelas, madres y familia política poniéndose ante los fogones en concursos de todo tipo.
Siempre había pensado que la cocina –o la gastronomía– es cultura en la acepción antropológica del término, pero no en la más convencional. Pero, no sé si por efecto de tanto programa culinario, cada vez hay más gente que está convencida de que preparar unas patatas a la riojana con salsa de percebes con un acompañamiento de menta es alta cultura. Puede que sea para compensar la falta de lecturas, la incapacidad para distinguir un braque de un pisarro o una sinfonía de Beethoven de una de Mozart.
Y hablando de Mozart y Beethoven, vuelvo a poner la TV y me encuentro también con programas que son concursos relacionados con la música. Los hay en todas partes y todas las variedades posibles del formato: cantar y bailar, con gente desconocida y famosos. Mira quién baila, quién hace gorgoritos, escucha esta voz, mira a quién imito… Cuesta más encontrar verdadero talento en esos programas que hallar un justo en Sodoma y Gomorra. Y eso por no hablar de la extensión de la idea a actividades tan diversas como los saltos desde el trampolín.
Pero ahí están todas las cadenas, repitiendo la fórmula hasta el infinito y más allá. Empleando sumas importantes de dinero en hacer lo mismo. Y por las audiencias entiendo que a un grupo numeroso de gente le gusta. Pues nada. Ahí estamos. Que viva la cultura.