Esta novela, que ganó el Goncourt 2012, juega desde su título con la figura de San Agustín y refleja, de alguna forma, la plasmación de su doctrina en el mundo de hoy. Ferrari relata tres historias que están entrelazadas estrechamente: la de Marcel, ya un anciano en el momento en que comienza la novela aunque en varios flashbacks asistimos a los episodios que han marcado su vida–, y dos de sus nietos, Aurélie y Matthieu.
La imagen de arranque de la novela es poderosa: el anciano Marcel que observa una fotografía en la que están una mujer y sus cinco hijos. La mujer es su madre y los muchachos son sus propios hermanos. Él no está en la imagen porque aún no había nacido. Todos han muerto ya. A Aurélie la veremos sobre todo en Argelia, donde trabaja en unas excavaciones, también relacionadas con San Agustín. Y a Matthieu lo hallamos regentando un bar en un pueblo de Córcega junto a su amigo Libero, después de haber renunciado ambos a sus estudios para emprender una aventura que consigue un éxito inesperado gracias al maravilloso ambiente logrado en el local con la ayuda de un hombre desubicado en su propia vida y unas chicas vitales, tiernas, desinhibidas e indefensas.
En el fondo, la historia es la del final de la vida de un hombre y un tiempo, al hilo del título, de manera que el relato va acumulando una tensión soterrada que deberá hallar su salida en algún momento. El sermón sobre la caída de Roma es una novela pesimista escrita con un lenguaje que trata de forzar sus límites en muchos momentos (capítulos enteros en un solo párrafo, profusión de imágenes que exigen de una lectura sin precipitación) y, salvo en algunas escenas concretas, un ritmo moroso, como la propia vida en un rincón de la Córcega que simboliza el fin de la civilización occidental.
(Publicado en elcorreo.com)