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César Coca

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El derroche considerado como una de las bellas artes

Mariano Téllez-Girón y Beaufort Spontin, XII duque de Osuna, nacido en Madrid, tiene en su haber, con completa seguridad, un récord que no está al alcance de cualquiera: pulir en 37 años una fortuna gigantesca y dejar tras de sí una deuda que multiplicaba varias veces la herencia que recibió en la juventud. Hay que tener arte incluso a la hora de derrochar. Y Mariano Téllez-Girón (1814-1882) lo tenía. Tanto que su vida es pura leyenda.

En realidad, él no estaba llamado a heredar una gran fortuna ni una acumulación obscena de títulos nobiliarios. Pero la muerte con poco tiempo de diferencia de su padre y su hermano mayor hizo que a los 30 años se encontrara con catorce grandezas de España, cuatro principados, medio centenar largo de títulos de nobleza y una renta anual fabulosa.

La lista de sus títulos es tan larga que resulta aburrida, pero conviene destacar algunos. Los ducados: Osuna, Infantado, Gandía, Béjar, Benavente, Pastrana, Plasencia, Lerma… Los marquesados: Éboli, Santillana, Peñafiel, Zahara, Monteagudo, Nules, Almenara y unos cuantos más. Condados: Oliva, Bailén, Casares, Mayorga, Reino de Valencia. Luego viene la calderilla nobiliaria: almirante de Castilla, notario mayor, justicier del Reino de Nápoles, Señor de Villasandino, Ponce de León, Cisneros, etc.

La biografía de Téllez-Girón lo presenta como un tipo atractivo, buen diplomático –se dedicó a ello la mayor parte de su vida– aunque fuera a base de despliegues de simpatía y regalos, generoso con reyes y criados, pero incapaz de hacer el menor cálculo sobre sus gastos y su patrimonio. Es más, tenía una aversión absoluta no ya al ahorro sino tan siquiera hacia el menor recorte del disparatado tren de vida que mantuvo cada uno de los días de su existencia. Imposible imaginarlo en momentos como el presente.

Su patrimonio era gigantesco. Se decía de él que podría haber recorrido media península sin salir de sus tierras. Pero no solo eso: podía ir de Madrid a Rusia y hacer noche siempre en una casa de su propiedad. Una casa donde tendría preparada cama y comida, porque pronto dio orden de que todos los días del año sus palacios estuvieran en funcionamiento como si él fuera a residir en ellos. Daba igual que se tratara del tiempo de su cargo de embajador en San Petersburgo: todas sus casas en España y Europa debían estar abiertas, la comida caliente y la cama lista. En Madrid, llegó al extremo de ordenar que en la estación de tren estuviese siempre su carruaje esperándolo, por si se le ocurría llegar en cualquier momento. Y como tenía un tren privado sus criados no se podían fiar de los horarios del servicio regular.

Además de sus palacios y las fincas, tenía una fabulosa biblioteca de 60.000 volúmenes que a su muerte fue a engrosar los fondos de la Nacional.

Su generosidad era célebre ya en sus primeros años como titular del ducado. Se dice que repartía tarjetas de visita por todo Madrid y los destinatarios podían presentarse de improviso en cualquiera de sus dos palacios para comer, alojarse, montar a caballo o pasar la tarde, incluso aunque él no estuviera en casa. Sus criados eran los mejor pagados del país y repartía propinas con enorme prodigalidad. Incluso mandó construir un hospital para atender a sus sirvientes enfermos y ancianos. Y si no paraba en gastos, tampoco era de quienes reclamaban los mayores honorarios. Más bien lo contrario: mientras estuvo al servicio de la Corona como embajador, se negó a cobrar por ello. Aún más: las legendarias fiestas que organizó en las embajadas corrían de su cuenta.

 Su celebridad internacional comenzó en 1852, cuando representó a la reina en el funeral de Wellington. Pero fue durante su estancia en San Petersburgo cuando su capacidad para el derroche alcanzó el delirio. Entre lo que se cuenta puede haber no poca fantasía, pero muchos episodios están narrados por un cronista de excepción: el escritor Juan Valera, que dejó testimonio de todo en sus célebres Cartas desde Rusia.

Ya se ha dicho que disponía de un tren propio. Pues bien, estando en Rusia dio la orden de que ese tren uniera de forma continua la capital de los zares y Madrid. En el mismo viajaban varios emisarios que, además de informarle de cuanto pasaba en España, le atendían en sus numerosos encargos. Numerosos, variados y continuos. Un ejemplo: el duque de Osuna tenía por costumbre regalar rosas blancas a las mujeres que le gustaban. Y no eran pocas, así que el tren llevaba siempre un importante cargamento de flores.

En una ocasión, durante una cena, algunas damas probaron unas naranjas que había hecho llevar desde Valencia y alabaron su sabor. El duque les habló entonces del árbol que las produce y de las flores de azahar. Como quiera que las mujeres se interesaron por la planta, hizo llevar varias decenas de árboles que recorrieron en tren el continente para llegar hasta orillas del Báltico.

Sus fiestas eran una apología del exceso. En una ocasión, uno de los invitados comentó ante una copa de champán que hacía tiempo que en su casa no lo probaban. Ni corto ni perezoso, el duque lo atiborró de espumoso y en un alarde de chulería difícil de igualar ordenó que llenaran unos cubos y se los dieran de beber a los caballos de su visitante. Hasta los animales tenían derecho a disfrutar de su bodega.

En las ocasiones verdaderamente especiales, Téllez-Girón echaba el resto. Es difícil imaginar de qué manera, pero puede bastar un dato: una vez sirvió la cena en platos de oro, y a medida que se vaciaban ordenaba que se arrojaran al Neva por las ventanas. No extraña que Alejandro II, zar de todas las Rusias, desde la frontera con Polonia hasta el océano Pacífico, tuviera que reconocer que sus fiestas eran mucho mejores que las que él mismo organizaba en sus palacios.

Pero no era cuestión solo de fiestas. El autor de Pepita Jiménez cuenta que el duque de Osuna nunca se puso una ropa que no estrenara en ese momento, y en sus crónicas relata que había días que se cambiaba más de seis veces de indumentaria. Ese gusto por la moda lo había desarrollado ya en sus años madrileños. En una ocasión, uno de sus visitantes llevaba una corbata que le gustó mucho. Como éste le dijo que la había comprado en París, ordenó que uno de sus lacayos viajara de inmediato a la capital francesa en su propio tren para adquirirle una igual.

En Rusia compraba pieles carísimas para sus abrigos y los de quienes estaban a su servicio. Durante su estancia, se puso de moda una piel de una variedad de zorro hasta entonces desconocida de la que se habían descubierto unos pocos ejemplares en una zona de Siberia. El zar organizó una expedición para cazar unos cuantos animales. Sin embargo, los abatidos fueron tan pocos que sus pieles apenas dieron para una pequeña capa para la zarina. Osuna, bueno era él, financió su propio grupo de cazadores, que capturaron tantos animales que se pudieron hacer dos hermosos abrigos… que regaló a sus criados.

El conde Orloff, uno de los aristócratas favoritos del zar, le dio la oportunidad de hacer otro de sus alardes. Tenía una magnífica cuadra de caballos y el duque se empeñó en comprarle el mejor de todos ellos, a lo que el ruso se opuso con insistencia. Finalmente, lo compró a un precio disparatado. El animal consumió sus días dedicado a empujar la pequeña noria que adornaba su jardín. Mientras, los caballos de raza española que Osuna se había llevado a Rusia llevaban herraduras de una aleación de plata.

Se cuenta también que, en una ocasión, durante una cena en su casa, a una dama se le cayó uno de los pendientes bajo los manteles, y el propio duque prendió fuego a un fajo de billetes de rublo para iluminarse durante la búsqueda. Su despedida de la embajada, doce años después de su llegada, debió de ser un acontecimiento luctuoso.

Fantasía o no, que de todo habrá, lo cierto es que cuando ya próximo a la vejez el duque contrajo matrimonio con una noble centroeuropea, su fortuna había menguado de forma extraordinaria. Incluso podía decirse que había empezado a vivir a crédito, y su situación no hizo más que empeorar porque su joven esposa demostró una capacidad similar para gastar dinero. Cuando murió en su castillo de Beauraing (Bélgica), a la edad de 67 años, estaba en la ruina. Él lo sabía, porque sus administradores llevaban tiempo advirtiéndoselo. Pero se negó a cambiar de estilo de vida. Todavía un año antes de su fallecimiento, había acudido a la boda del futuro kaiser Guillermo II en representación del Rey de España, y su regalo fue tan generoso que hasta el padre del novio quedó impresionado.

Su esposa ordenó construir un féretro en el que estuvieran inscritos todos sus títulos nobiliarios. Más de 2.000 palabras en total. El artesano no cobró nunca por su trabajo. En la caja del ducado de Osuna no había ni un real. «¡Ni que fueras Osuna!», se dijo en Madrid durante muchos años para dirigirse a alguien que pensaba gastar una buena suma de dinero. Pocas veces una frase habrá hecho tanta justicia a un personaje.

 

(Publicado en elcorreo.com)