Los restos de Ricardo III han aparecido bajo un aparcamiento. La confirmación mediante métodos científicos supone algo así como su segunda muerte, porque exponer los huesos de quien fue una persona notable y conocida (o próxima) es algo así como despojar al difunto de su imagen. Donde había un retrato más o menos fiel, o un recuerdo, de pronto se impone una calavera. Donde hubo una sonrisa o un gesto de odio ahora queda la rigidez de unos huesos sin expresión.
Reconozco que este tipo de investigaciones, como la realizada sobre los presuntos restos de Cristóbal Colón (luego confirmados como tales), tiene interés histórico y alimenta debates académicos y científicos muy estimulantes. Sin embargo, el resultado priva a esas personas de algunos atributos, o los deja en otro ámbito.
Me explico: Ricardo III tiene un doble perfil. Por un lado, el del ser humano que fue y que ahora ya contemplamos reducido a huesos. Por otro, el personaje con capacidad de amar, odiar, sufrir y gozar, fijado por Shakespeare y convertido por obra de su enorme talento en algo mucho más importante que un hombre mortal. El ser humano murió hace muchos siglos y la identificación de su calavera permite afinar algunos datos históricos sobre sus rasgos. Pero quien de verdad está ya en el imaginario de la gente es el personaje. Ahora, con el examen del cráneo y lo que de ese análisis se desprende, la divergencia entre el ser real que fue y el personaje puede ser mayor. El Ricardo III literario es sin duda mucho más interesante que el real. De este último queda una crónica histórica y una calavera. Del primero queda un personaje enorme y vivo para siempre.