Antena 3 terminó ayer la emisión de la serie Downton Abbey, el mejor ejemplo de una serie de calidad que hemos visto por aquí en bastante tiempo. A modo de justificación, alguien ya ha dicho que cada episodio de la misma ha costado más de un millón de libras (es decir, más de 1,15 millones de euros) y que por ese precio se graban varios episodios de la más ilustre serie española.
El argumento del coste es relevante, por supuesto. Pero les pido que, por favor, comparen guión, escenarios, vestuario, interpretaciones… de Downton Abbey con los de 14 de abril. La República, la serie de TVE que tiene un nivel de calidad aceptable y buenos resultados de audiencia, y que incluso presenta algún parecido argumental (familia noble en apuros, criados en la casa, la proximidad de una guerra, etc). El resultado de la comparación es que no hay color. No lo hay en cuanto a los diálogos, precisos como un bisturí en la serie británica; las interpretaciones impecables -qué lección de buen hacer da en cada escena Maggie Smith– frente a una cierta ramplonería en la española; la ambientación exquisita ante el cartón piedra de esas calles de Madrid que nadie se cree; la misma filmación… Es como si fuera de otro planeta.
Eso no se puede deber solo al dinero invertido. Todos tenemos en mente estupendas películas de muy bajo presupuesto y bodrios insoportables rodados con abundancia de medios. El talento sin dinero tiene dificultades para lucir en todo su esplendor. Pero el dinero sin talento tampoco produce nada de interés. Por eso creo que casos como el de esta serie británica se explican por la suma del dinero suficiente para rodar en las mejores condiciones a partir de un derroche de talento en todos los apartados de la producción. Más o menos lo mismo que sucede en cualquier ámbito artístico. No hay más secretos.