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César Coca

Divergencias

Mahler, una autobiografía en música

Gustav Mahler. Puede que no sea el compositor más grande desde Beethoven, aunque sí uno de los más grandes. Es posible que tampoco haya sido el mejor director de orquesta de todos los tiempos, pero marcó una época y, a juicio de sus contemporáneos, cuajó versiones extraordinarias sobre todo en el terreno operístico. Lo que sí es seguro es que se trata del genio musical con la vida más polémica y apasionante desde Wagner. Un artista que se codeó con la crema de la intelectualidad de su tiempo y no dejó a nadie indiferente allá por donde pasó. El próximo 7 de julio, se cumplen 150 años de su nacimiento y el 18 de mayo del año próximo, un siglo de su muerte. Así que comienza el año Mahler y hay muchos aspectos de su vida y de su obra, no demasiado extensa pero de enorme influencia, que van a ser repasados en libros, conciertos, festivales y documentales. Bienvenidos a la apertura del festival Mahler. Estén seguros de que el personaje y su obra les fascinarán.

Una vida no es otra cosa que el camino hacia la muerte, pero Mahler se la fue encontrando en cada recodo de su trayecto. Y esa presencia llega a hacerse abrumadora en su obra. No parece gratuito en quien fue el segundo hijo de una familia en la que nueve de los hermanos fallecieron siendo niños. Ya adulto, el compositor y director confesaría que entre sus recuerdos más agobiantes estaban las imágenes de su madre enterrando uno tras otro a la mayoría de sus hijos. El destino le llevaría a protagonizar él mismo una de esas escenas.

Mahler nace el 7 de julio de 1860 en Kaliste, una localidad que formaba parte del Imperio Austro-Húngaro y que hoy está en la República Checa. La suya es una familia humilde, formada por un padre proclive a la violencia pero preocupado por la educación de sus hijos y una madre que durante dos décadas repite inexorablemente el ciclo embarazo-parto-lactancia-embarazo: catorce veces da a luz y varias veces más ve cómo sus embarazos se malogran.

Cuando el futuro compositor tiene cinco años, la familia se muda a una casa en la que hay un viejo piano, y el pequeño Gustav se aficiona a él de tal forma que su padre lo lleva a clases de música. Acaba de iniciar su carrera hacia la inmortalidad. Su infancia y adolescencia están repletas de premios en su doble faceta de pianista y compositor. Premios modestos en muchos casos, pero que revelan su talento. Ya en la Universidad de Viena, sigue cursos de Historia del Arte, Filosofía Antigua, Literatura Germánica… También asiste a las clases de Armonía de Bruckner e Historia de la Música de Hanslick. Es la época de su conversión al vegetarianismo y de sus primeros contactos con círculos socialistas.

Pronto despunta como director de orquesta. A lo largo de una década, entre 1886 y 1897, se sube al podio como un destajista de la música –llega a dirigir casi 140 conciertos en una temporada, uno cada dos días–, lo mismo en Liubliana, Olomuc, Kassel, Leipzig, Budapest o Hamburgo, teatros en los que ocupa el puesto de titular. En todos ellos dura muy poco: sus frecuentes discusiones con los gerentes, los músicos y los responsables políticos lo llevan a presentar su dimisión a los pocos meses de haber llegado. Algo que también es posible porque siempre tiene en cartera un destino mejor. Hasta que llega a la cumbre. La cumbre es, por supuesto, la Ópera de Viena.

Cuando le ofrecen el puesto tiene solo 37 años. Por presiones de los poderosos grupos antisemitas de la capital austriaca, le piden, como condición ineludible, que abrace el cristianismo. Algo que hace sin el menor problema de conciencia. «Como si se cambiara de ropa», según le oye decir un allegado. En el momento de subirse a ese podio por primera vez como titular, ha escrito ya tres sinfonías de enormes dimensiones: la 3ª dura casi 100 minutos, una longitud insólita en la historia de la música, y la 2ª, ‘Resurrección’, solo un poco más breve, requiere de una gran orquesta y un coro. Ha concluido, además, cuatro ciclos de canciones, incluido el relativo a los poemas Des Knaben Wunderhorn. Y, sin embargo, el público apenas lo conoce como compositor.

En Viena se convierte de inmediato en imprescindible en la vida cultural. Su figura y su trabajo causan admiración, y de momento se le disculpan su mal humor, su frecuente arrogancia y sus muchas manías. Porque manías las tiene por docenas. Por ejemplo, en cuanto sale de la Ópera, a mediodía, un ujier llama a su casa para que se vayan preparando para el almuerzo. Al llegar al portal toca el timbre, de manera que mientras sube los cuatro pisos hasta la vivienda van sirviendo el primer plato. La puerta está abierta para que no tenga que esperar, y así entra directo al cuarto de baño, se lava las manos y a continuación se sienta a la mesa, donde todos lo esperan. Tras la comida, hace una pequeña siesta, sale a correr unos minutos –siempre por el mismo camino–, regresa a casa para tomar un café y a las cinco en punto, sin posibilidad de demora, está de nuevo en la Ópera. Así, todos los días.

El 7 de noviembre de 1901 conoce a Alma Schindler, una joven de 22 años –él tiene 41– en cuyo curriculum amoroso están el pintor Gustav Klimt, el director de teatro Max Burckhard y el compositor Alexander von Zemlinsky, que ha sido su profesor. Por contra, Mahler ha mantenido relaciones con cantantes poco conocidas y con la esposa del nieto del compositor Carl Maria von Weber, con quien estuvo a punto de escaparse.

Alma –también compositora, inteligente, brillante y muy bella– y Gustav protagonizan uno de los noviazgos más cortos de la historia: anuncian su compromiso en plena Navidad, exactamente 50 días después de haberse conocido, y contraen matrimonio el 9 de marzo de 1902. En los cuatro meses de relación, Mahler le ha dejado las cosas muy claras: en la familia que van a formar solo hay sitio para un compositor. El papel de Alma debe limitarse al de esposa y musa. Nada más.

La Sinfonía Nº 5 es el fruto de ese tiempo de euforia vivido por el músico. Su cuarto movimiento, el célebre Adagietto que Visconti utilizó en Muerte en Venecia, contiene una de las mayores dosis de lirismo jamás vertidas en un pentagrama. Eso sí, la sinfonía se abre con una marcha fúnebre estremecedora, donde no se encuentra ni un ápice de la resignación que rezuman partituras similares, como las escritas por Beethoven o Chopin.

El matrimonio no cambia el estilo de vida de Mahler. Cada verano, se retira a una casita en los Alpes. Allí se ha construido un cobertizo mínimo separado del edificio principal, donde compone desde el amanecer hasta la hora del almuerzo. Así, cada verano, va avanzando en un catálogo sinfónico que combina las melodías populares con el sarcasmo, el lirismo más intenso con la reflexión y la duda. Es decir, las luces y las sombras de su propia vida, porque pocos compositores ha habido en los que la biografía esté tan presente en su obra. El plan de la tarde es un paseo a pie o en bicicleta. Unos pocos días de las vacaciones los reserva siempre para hacer una larga caminata por la montaña en compañía de algunos amigos.

Los primeros tiempos del matrimonio son moderadamente felices. Alma lo acompaña en sus giras como director de orquesta. Se alojan en los mejores hoteles, cenan en los restaurantes más célebres y son la pareja más admirada pese a que las obsesiones del músico (un verdadero tacaño para los gastos domésticos, incluido el vestuario de su esposa, pero él visita con frecuencia a los mejores sastres y no se niega ningún capricho) y la inclinación a las aventuras amorosas de su mujer no lo ponen fácil. Hasta que en 1907 muchas cosas se vienen abajo.

El año comienza con una intensa campaña de prensa reclamando su cese como responsable de la Ópera. La impulsan los mismos grupos antisemitas que se habían opuesto a su nombramiento. A finales de la primavera, cuando las críticas arrecian, firma un contrato con el Metropolitan de Nueva York. Es una forma de huir de la presión. Pero no lo va a tener fácil. El 12 de julio, Maria Anna (a quien llaman Putzi), la hija mayor, muere víctima de la difteria tras una larga agonía. Poco antes, Alma había tenido un aborto espontáneo. A consecuencia de todo ello, Mahler comienza a vivir crisis de grave alteración emocional, que desembocan en episodios de impotencia.

Al día siguiente del funeral, el compositor acude al médico. El diagnóstico no es tranquilizador: tiene un problema cardiaco grave para el que no hay remedio conocido. Mahler vuelve a enfrentarse de nuevo a la muerte consciente de que se acerca la derrota final. Pero no se detiene. Cuando se sube al tren en Viena, rumbo a Nueva York, el andén acoge la mayor parte del talento de la capital austriaca: allí están, agitando los pañuelos, Schoenberg, Berg, Webern, Klimt… y unos cuantos más.

En EE UU obtiene triunfos resonantes, en especial cuando dirige obras de Wagner. De nuevo en Viena, un día recibe una carta inesperada. En el sobre pone ‘Sr. Mahler’ pero en realidad la misiva va dirigida a la Sra. Mahler. El remitente es el arquitecto Walter Gropius, amante de Alma. El músico se entera de esa relación al leerla. Algún tiempo después acudirá a la consulta de Sigmund Freud en busca de una solución a sus problemas.

La relación con Alma parece mejorar –incluso le dedica la Sinfonía Nº 8 y la anima a componer– pero ella le explica sin demasiados tapujos que no se va a separar de él pero tampoco va a dejar a Gropius. Mahler continúa trabajando a destajo. Tras la Octava y en un ingenuo intento de superar la maldición de la Novena Sinfonía –esa que no lograron superar Beethoven, Schubert, Bruckner ni Dvorak–, pone el título ‘La canción de la tierra’ a su siguiente partitura. Vuelve a EE UU, hace largas y penosas giras y se relaciona con Varese como antes lo hiciera con Chaikovski y Brahms; en París posa para Rodin; trabaja con Rachmaninov y Busoni; elogia de forma encendida a Kornlgold… Parece que ignora su grave enfermedad.

El 24 de febrero de 1911, poco después de haber dado su último concierto de la temporada en Nueva York, sufre un empeoramiento repentino. El médico le confirma que padece una endocarditis. Mahler decide entonces que quiere morir en Viena y se empeña en regresar a Europa. Embarca el 8 de abril y llega a París nueve días más tarde. Está tan débil que debe ser ingresado en Neuilly durante casi tres semanas. El 11 de mayo parte hacia Viena. Su agonía es ya del dominio público y en cada parada del tren hay admiradores y amigos en el andén que quieren despedirse. Al llegar a la capital austriaca, es trasladado directamente a un hospital, donde muere seis días después, el 18 de mayo.

Mahler dispuso que quería ser enterrado en la misma tumba que su hija, bajo una sencilla lápida en la que solo figura su apellido, y prohibió a Alma que llevara luto por él. Entre sus papeles había un movimiento completo de una nueva sinfonía, la Nº 10, y el esbozo del resto de la obra. Medio siglo más tarde, el musicólogo Deryck Cooke vence por fin la resistencia de Alma –que tras la muerte del músico se casa primero con Gropius y más tarde con el escritor Franz Werfel, sus dos relaciones más largas, a las que debe añadirse al menos un período en el que fue amante de Oskar Kokoscha– y completa la última sinfonía. Se cierra así, superada la mitad del XX, un ciclo histórico de dos siglos en el que Viena fue la capital mundial de la música. Después de que Mahler llevara al límite el lenguaje de la tonalidad, nada iba a ser nunca igual. Schoenberg estaba llamando a la puerta.

(Publicado hoy en Territorios. Les dejo un vídeo con los minutos finales de Muerte en Venecia. Suena el Adagietto de la 5ª Sinfonía de Mahler).