Hace casi 20 años, antes de entrar en su etapa de intertextualidad, Luis Racionero publicó un interesante ensayo titulado Del paro al ocio. Ya casi no viene al caso recordar la tesis central del libro, y simplificando mucho podríamos decir que uno de los aspectos más provocadores de la obra era que sostenía que los nórdicos deberían dedicarse a organizar la producción y los meridionales (entendida Europa como una unidad) a diseñar el uso del tiempo de ocio.
Eran los años en los que los convenios colectivos recogían siempre nuevas reducciones de la jornada laboral y parecía que el ocio iba a terminar por ser el tiempo dominante de nuestra existencia. Pues bien, la gente que yo conozco vive abrumada y disfruta hoy de un tiempo de ocio menor. Los horarios en casi todos los trabajos se alargan, cada vez más gente tiene ocupación durante el fin de semana, crece el número de quienes han de llevarse tarea a su casa… ¿Qué queda para el ocio? La realidad es que, a menos que aprovechemos tiempos muertos (el rato del metro o el autobús, la espera en la consulta del médico, los minutos que cada día malgastamos en no se sabe muy bien qué), da la impresión de que hoy leemos menos que hace unos años, escuchamos menos música, vemos menos películas… Incluso leemos menos periódicos y oímos menos la radio. La TV presenta un consumo mayor, aunque si discriminamos por tipo de programas quizá nos llevemos un disgusto. Desde luego, es mi propia experiencia. Hace unos días lo comentaba con Almudena Cacho (a quien pueden seguir aquí y aquí): estoy convencido de que mi consumo de literatura, música, cine y radio y mis visitas a museos eran mayores hace diez o veinte años que ahora. La razón, claro, es que no tengo tiempo.
¿Es esta la sociedad a la que aspirábamos? Creo que no. Al final, va a resultar que la cultura no será la beneficiaria de la postmodernidad, sino quizá una víctima más.