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César Coca

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Bones, los amish y los dioses que prohíben la música


No sabía que los amish rechazaban la música hasta que lo vi en el episodio de la serie Bones que la Sexta emitió ayer. Conocía muy por encima su estilo de vida, que se mantiene como en el siglo XVIII, pero daba por hecho que la música en vivo formaba parte de sus hábitos (aunque no la reproducida mediante aparato alguno) porque era muy común hace dos o tres siglos. En el episodio de esa serie, un joven amish asiste de manera casual a una clase de piano y se enamora de su sonido. El muchacho comienza a recibir clases a escondidas y resulta que tiene un talento especial que le hace brillar. Tanto es así que durante el breve tiempo en que los jóvenes de su comunidad salen al mundo para ver si reafirman su fe o se quedan en la abyecta sociedad occidental el chico aprovecha para trabajar a destajo y preparar su ingreso en el Conservatorio. Un día, el hermano de su novia (también amish) va a verlo, para tratar de que vuelva con la chica y su comunidad. El aspirante a pianista toca para él el Claro de luna, de Beethoven. “Fue maravilloso. Algo así tiene que ser obra de Dios”, decía luego el hermano a los investigadores.

Es exactamente eso. No puede haber dios alguno que nos prohíba disfrutar de Mozart, Beethoven, Chopin, Bach, Brahms, Chaikovski, Albéniz, Arriaga, Haydn, Vivaldi y tantos otros. Aún más, y quizá deban disculparme los practicantes de algunas religiones: si hay un dios que prohíbe la belleza de esa música, no merece que creamos en él.