El artículo de Norman Lebrecht en la última página de la revista Scherzo de junio pone el dedo en la llaga de un asunto que el tiempo no parece resolver: el del papel de los artistas en el nazismo. Por sus líneas pasan Furtwängler, Richard Strauss y algunos más, que se quedaron en Alemania sirviendo así de coartada intelectual al régimen de Hitler para considerarse heredero de la gran tradición cultural europea.
Es cierto que el arte no puede parar los tanques ni cerrar los campos de concentración. Es cierto también que no pocos de esos artistas hicieron lo posible por salvar a otros de una muerte segura. Aún así, ¿fue más digno su papel o lo fue en mayor medida el de gentes como Toscanini, que dejaron Europa y desde el otro lado del Atlántico mantuvieron encendido el fuego del antifascismo aún corriendo menos peligro y pudiendo hacer materialmente menos por salvar a sus colegas judíos?
Si fijamos el foco algo más cerca, ¿qué pasó con nuestros artistas e intelectuales durante el franquismo, sobre todo hasta los años cincuenta? ¿Debemos juzgar con dureza a quienes se quedaron (no hablo de los convencidos de las bondades del régimen, claro) o fue lo suyo más duro que la vida que algunos llevaron en el extranjero? En definitiva, ¿qué hacer en esos casos? Me temo que no es un debate de blanco o negro.
(En la imagen, Furtwängler dirigiendo la Filarmónica de Berlín durante una fiesta del partido nazi)