En los últimos tres días, habré visto por televisión una veintena de conexiones en directo con la puerta de la casa de Rocío Jurado. Ninguna de ellas ha añadido siquiera un miligramo de información a lo que ya sabía antes de la primera: que la popular cantante se encuentra muy enferma y lucha para mantenerse viva, en lo que puede terminar siendo una penosa agonía. Por ejemplo, la última enviada especial que ha aparecido en pantalla antes de venirme para el curro se ha limitado a decir que acababa de caer un chaparrón. Se lo juro, ha hablado del tiempo. Y después ha añadido que no tenía nada más que contar, porque, claro, no había nada más que contar. Cuando los familiares atienden a los periodistas a través de la ventanilla del coche, con paciencia y talante admirables, tampoco pueden pasar de la ‘leve mejoría’ o el ‘nuevo empeoramiento’, porque una enfermedad no es un partido de fútbol que se preste a transmisiones en directo, ni suele abundar en lances distraídos. Y no nos engañemos, ni siquiera la tonadillera más famosa del país es Francisco Franco, así que no entiendo a qué viene esta atosigante presión, que de informativa tiene poco. Para colmo, los medios que movilizan a estos pobres compañeros, con la encomienda de entrar en directo para detallar la nada, se permiten después alabar la digna y retirada muerte de la otra Rocío, Dúrcal, como si fuesen los Jurado quienes les han convocado a rueda de prensa delante de su casa.
Actualizado el 1 de junio: Rocío Jurado ha muerto a las cinco y cuarto de esta madrugada. En circunstancias normales, sería una fiesta de buitres, pero aquí ya deberían estar saciados.