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César Coca

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La última carta de la niña mala

Ricardo, el protagonista de la novela de Vargas Llosa, llora aún la muerte de la mujer con la que siempre ha estado obsesionado cuando halla un papel con su despedida

Querido Ricardito, o querido niño bueno, como desees:

Pensarías que con mi fallecimiento había salido definitivamente de tu vida, que había dejado de torturarte con mis continuas apariciones y huidas, y ya ves que no es así. Cuando leas estas líneas estaré muerta y enterrada, cierto, pero tenía reservado para ti un último mensaje. Helo aquí, en estas hojas. Es mi verdadera despedida, mi explicación al dolor que te he causado. No te aliviará, pero al menos sabrás algo más de mí y tal vez un día puedas entenderme.

La tarde del día en que escribo estas líneas, mientras disfrutábamos de la tibieza del viento a la hora del ocaso, te he pedido que, si algún día pones en orden nuestra historia, no me hagas quedar muy mal. ¿Sabes? Mi biografía ha discurrido siempre entre mi irrefrenable ambición por ser alguien, por tener todo aquello que los miraflorinos de mi infancia tenían y a mí se me negaba, y el amor que sentía por ti. Ya sé que apenas te lo dije y que cuando me di cuenta y reconocí que te quería yo era una ruina física y moral a la que quedaban unas pocas semanas de vida. Pero no por ello fue menos real.

La niña mala. Así me has llamado durante décadas. Casi desde el día mismo de mi aparición en aquellas fiestas de Miraflores, en Lima, cuando tú empezaste con tus huachaferías mientras yo tenía que frenar el ímpetu de tu boca y tus manos. Yo era la hija de una cocinera y un loco capaz de saber dónde se podía construir un espigón. Dos oficios miserables. A mí me lo parecían, así que me hice pasar por descendiente de una acaudalada familia chilena. ¿Qué querías que hiciera?¿Que reconociera que no podía comprar vestidos como los de tus amigas? ¿Que no había ido a un colegio privado como ellas? Cuando se descubrió todo, hui. Fue la primera vez que te dejé.

Si todo hubiese terminado en ese momento, Lily, mi nombre de entonces, no sería más que un recuerdo lejano en tu vida. Aquella chica con la que quedabas a tomar una soda en el quiosco del Parque Central, con mi hermana Lucy tocando violín; o a una sesión matinal, en las últimas filas del cine Colina. Pero diez años después, cuando aparecí convertida en la camarada Arlette, cambié tu vida para siempre.

Quizá te estés preguntando aún cómo pude ser tan fría, tan indiferente a tus caricias y requiebros en aquellos días de París. Los jóvenes de todo el mundo querían hacer el amor y la revolución, menos tú y yo. Tú solo querías hacer el amor conmigo y no te interesabas para nada por la revolución. Yyo hacía el amor con el entusiasmo de un estoico y me planteaba la revolución como un medio para mi propio medro. Niño bueno, estábamos en el lugar equivocado, por mucho que París siempre fuera en tus sueños el paraíso.

Te dejé por segunda vez y continué haciendo la pantomima de la joven revolucionaria. Pasé por Cuba, donde el socialismo ya era menos importante que el castrismo, y reaparecí en tu vida otra vez en París, pero casada con un diplomático. No te importó. Como me dijiste una vez, estabas enamorado como un becerro. Y entonces decidí aprovecharme de ello. Mi marido me proporcionaba dinero, contactos, fiestas… y tú me dabas amor. Claro, ¿qué creías? Yo no supe que te amaba hasta mis últimos días. No lo he sabido hasta verme al borde mismo de la muerte. Pero eso no significaba que no me gustara que me quisieras y que murieras por mí, como dice la canción. Aunque te lo dejé muy claro:sólo me quedaría con un hombre muy rico y poderoso. No preciso decirte que tú ni lo eras ni tenías trazas de serlo nunca.

Quiero suponer que sigues leyendo, Ricardito. Creo que al final casi me has perdonado así que imagino que estás ahí, sentado al borde de la cama, repasando esta explicación de algo que no la tuvo nunca. Una vez me dijiste que yo te convertía en un personaje de telenovela. Fue después de habernos reencontrado una vez más en Londres, ahora como esposa de un rico criador de caballos. Otro hombre mayor, de apariencia insignificante. Mis mejores recuerdos son de aquellos días, de nuestros amores furtivos en el hotel Russell. Tú, tan lector y tan peliculero, me pedías que te dijera que te quería, aunque no fuera cierto. Y yo, que estaba dispuesta a satisfacer hasta tu última fantasía entre aquellas cuatro regias paredes, te negué siempre ese placer.

Aquellas citas en habitación de alquiler siguieron un tiempo en París pero tenías que haber sabido que no podía ser. Que ibas camino del desastre, que si no te separabas de mí terminarías mal. Yo irrumpía como un huracán en tu vida y arrasaba con todo solo en mi propio beneficio. Lo hacía porque durante mi mísera infancia aprendí que tenía un poder especial para lograr lo que quería si carecía de escrúpulos. ¿Y cómo iba a tenerlos? Fui Lily la chilenita, la camarada Arlette, Madame Arnoux y Mrs. Richardson sin el menor problema de conciencia. Todo antes que ser Otilita, la hija de una cocinera y un medio brujo. Mejor ser la niña mala que la niña pobre.

Un día aprendí en carne propia –y bien sabes que es literal– lo que era usar a las personas. Fue cuando me convertí en la amante de Fukuda. Una de las amantes, para ser más precisos. Él me usó en todos los sentidos:como correo, para llevar de un lugar a otro aquellas mercancías que a él lo enriquecían y a mí podían enviarme a la cárcel de por vida. Me usó también como juguete sexual. Creo que en el hospital te hicieron una lista detallada de los destrozos que dejó en mi cuerpo. Me convirtió en una piltrafa. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue cuando me obligó a acostarme contigo mientras él nos observaba a un par de metros de la cama. Y cuando tú advertiste su presencia y te rebelaste yo te llamé idiota, provinciano y ridículo. Quizá no te lo creas, pero en aquel momento estaba desgarrada en todos los sentidos del término.

Con Fukuda se acabaron mis sueños de grandeza. Tomé una dosis de caballo de mi propia medicina. Regresé en los puros huesos, enferma, medio loca. Lo único que podía hacer era encontrarte y lograr que volvieras a quererme. En realidad, que me acogieras, porque yo sabía que habías tenido la desgracia de albergar un amor eterno por alguien que ignoraba el significado de esa palabra.

Me cuidaste más como un padre que como un amante. Sufriste la tortura de tener que reprimir tu deseo hasta casi enloquecer porque el médico me prohibió el sexo mientras las heridas que me causó aquel animal no cicatrizaran por completo. Me ofreciste que me casara contigo para arreglar mis papeles y evitar que me expulsaran de Francia. Nadie habría mostrado una entrega mayor. Pero me volví a ir. Fueron unos pocos días, pero cuando regresé me recibiste con una bofetada. La única que me diste en todos estos años. No diré que no lo comprendí. Pero entiéndeme tú también:no podía imaginar que horas antes habías intentado suicidarte tirándote al Sena desde un puente y que un ‘clochard’ te había salvado en el último instante.

Intenté ser normal. Intenté que fuéramos un pareja normal. De esas que veíamos cada mañana en París, paseando por el Boulevard Saint-Michel o tomando el sol en los jardines de Luxemburgo. Te lo debía, aunque solo fuera porque invertiste todos tus ahorros en mi salud. Creo que durante un tiempo conseguí que disfrutaras de algo que se parecía a la felicidad. Hasta nos casamos. Entonces te dije que, pese al libro de familia, nunca sería tu esposa. Podía haberte evitado esa crueldad y ahora me arrepiento de no haberlo hecho. Aunque lo cierto es que te estaba avisando de que en cuanto me encontrara bien iba a a levantar el vuelo.

Ricardito, sabes de sobra que no nací para vivir en un pisito modesto de una calle ignota de París. Tú no podías ofrecerme joyas, modelos de Dior, una casa en la plaza Vendôme ni una mesa fija en Maxim’s. Yo quería todo eso, creía tener derecho a ello. Y te dejé. Volví a dejarte en cuanto me sentí fuerte, en cuanto concebí de nuevo el sueño imposible de conocer a un hombre que colmara mis caprichos. Una vez más, no me importó tu sufrimiento. Tampoco me echó atrás saber que mi última aventura iba a suponer una quiebra familiar. Ellos lo habían tenido todo mucho tiempo y yo quería mi parte del pastel.

Me has contado que en esos años viviste por fin tu vida. Tuviste alguna aventura, un amor sin demasiadas complicaciones y sin apenas futuro. Además, te ahorraste mi infierno. Mi enfermedad, el dolor, el miedo, las operaciones, el dolor, el miedo… Cuando supe que iba a morir mi única obsesión fue encontrarte. Disponer del tiempo suficiente para hallarte y hablar contigo. Para darte la oportunidad –qué irónico suena– de que me cuidaras en mis últimos días. De que fueras consciente de todas mis mutilaciones, de que ya no quedaba nada del cuerpo que tanto deseaste.
He arruinado tu vida, Ricardito. No creas que no lo sé. No te he dejado vivir. No te he permitido disfrutar del paraíso. Ahora te dejo en libertad. ¿Y qué eres ya? Un pichiruchi que se acerca a los 60 años, delicado de salud, sin apenas rentas de las que vivir y sin horizontes. Todo me lo debes a mí.

He sido mala, sí. Una verdadera bruja. Cuando me llamaste por primera vez niña mala no sabías cuán acertado era el nombre. He vivido dos vidas, porque te he arrebatado la tuya y te he dejado a cambio un simulacro, una parodia. Has amado una sombra, has perseguido un fantasma. Ycuando lo has alcanzado has visto que no era más que eso, un fantasma. Hace unas semanas, cuando te encontré, te dije que desde que sabía que vivías con otra me estaba muriendo de celos a poquitos. No lo soportaba. Tu vida es mía, niño bueno, y nadie podía entrar ahí y adueñarse de ti. Personas como yo son imposibles sin gente como tú, dispuesta a morir por quien no lo merece, por un ideal romántico, por una ilusión. Eres libre, pero no te confíes: mi recuerdo te estará vigilando hasta tu último aliento.

Si alguna vez maldices el día que me conociste, lo entenderé. Pero ya no tiene remedio.

Adiós, Ricardito. No te vengues de mí en tu novela.

Otilita. Omejor, la niña mala.

(Publicado en Territorios, dentro de la serie ‘Malas de ficción’).

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