Vi anoche la gala de los Goya y de nuevo me aburrí, aunque menos que en años anteriores. Sigo pensando que a la entrega de esos premios le sobran tanta verborrea y una hora de duración, pero esta vez fue algo más ágil, seguramente porque no hubo cortes publicitarios. De todos modos, algún día tendrán que hacer como en los Oscar: el tiempo de las intervenciones se limita de manera radical y no se da pie a que todo el mundo se acuerde de su abuelita y el cuñado de Cuenca cuando recibe el premio. Y tampoco tiene mucho sentido que si suben cuatro a recogerlo hablen los cuatro para decir exactamente lo mismo.
En cuanto a los premios en sí, todo transcurrió según lo previsto. Parecía evidente que Ágora se iba a llevar unos cuantos pero de los llamados menores, y Celda 211 se iba a quedar con los importantes, y eso fue justo lo que sucedió. También es ya un clásico que Alberto Iglesias se lleve el premio por una banda sonora para un filme de Almodóvar y esta vez volvió a ocurrir.
Y hemos llegado a Almodóvar. Aparición estelar la suya, reconciliado con la Academia por las buenas gestiones de Álex de la Iglesia. Demasiado estelar, podríamos decir. Porque me parece que hubo mucha presencia sobre el escenario por parte de alguien que iba a entregar un premio y no a recogerlo. Fue así de tal manera que el galardón a la mejor película quedó un tanto eclipsado.
No niego que Almodóvar sea el mejor director de cine español ni que sus películas hayan alcanzado una resonancia justa. Pero confieso que anoche, mientras escuchaba a Almodóvar decir que estaba allí por lo pesado que es el presidente de la Academia y que no pudo negarse pese a que no le gustan esos actos cuando De la Iglesia le recordó que en veinte días estará en Hollywood para entregar otro, etc. sentí un poco de vergüenza ajena. Dios mío, qué ego, pensé.