La última novela de José Saramago, Caín, ha indignado a algunos sectores conservadores de su país y a la Iglesia lusa. Seguramente recordarán ustedes que cuando le fue concedido el Nobel de Literatura una nota del Vaticano lamentó expresamente esa decisión y criticó el componente anticristiano de la obra del autor de Ensayo sobre la ceguera.
Me parece que unos y otros (los sectores conservadores y la Iglesia portuguesa) han perdido una buena oportunidad de callarse. El eurodiputado Mario David ha llegado al extremo ridículo al recomendar al escritor que renuncie a su nacionalidad. La Iglesia ha destacado su ignorancia en materia religiosa.
He leído Caín y conozco casi toda la obra de Saramago. Ya he dicho en alguna otra ocasión que es uno de mis escritores favoritos. ¿Qué he visto en Caín? Una relectura irónica, humorística a ratos, crítica siempre, del Antiguo Testamento, sobre todo del Génesis. Se queja la Iglesia de que a Saramago le parezca un catálogo de crueldades. Bueno, el sacrificio de Isaac por parte de su padre (que da pie a una de las escenas más divertidas del libro), la destrucción de Sodoma y Gomorra y algunos otros episodios no son precisamente ejemplos festivos.
Pero sobre todo, lo que me parece es que Saramago no engaña a nadie. Él es ateo y siempre ha sido crítico con el papel de las religiones. No hay doblez alguno en su mensaje. Y debe tener la libertad más absoluta para criticar a la Iglesia si lo cree conveniente. Me parece que mucho más daño hace a la institución ese grupo de advenedizos, meapilas de guardarropía, que se le han adherido en los últimos años y que con sus mensajes de un feroz integrismo echan para atrás a muchos católicos sensatos. Ante ellos sí que debería sentir temor la Iglesia, no ante Saramago, por encima de todo un gran escritor y, hasta donde yo lo conozco, una buena persona.