Estuve ayer de viaje y por eso no pude comentarlo. Les pido disculpas. Pero creo que merece la pena escribir unas líneas, aunque sea con retraso. Les hablo de los retoques que el autor del busto de Nefertiti hizo a su primera versión, embelleciendo el rostro hasta quedar como ahora lo conocemos.
Como en el arte sucede tantas veces, ya apenas nos importa cómo ni quién era Nefertiti. Lo que ha quedado para la posteridad es el busto y resulta ya indiferente (salvo para los especialistas) saber si se parecía de verdad a la reina. El resultado es que la Nefertiti inmortal es de una belleza asombrosa.
Todos hemos visto ese busto en los libros de texto. Al menos, en los de mi época. Y siempre tuvo para mí un atractivo muy especial: fue una de esas imágenes que tienes en la cabeza, y no como otras muchas esculturas cuya forma se olvida meses o años (a veces, sólo días) después de haberlas visto en fotografía. Cuando hace unos años planeé un viaje de vacaciones a Berlín, una de las primeras cosas que pensé, si no la primera, fue ir a ver el busto de Nefertiti.
Estaba entonces en el museo egipcio situado frente al palacio de Charlottenburg. Aproveché la hora de comer para ir y me encontré con que había muy poca gente. El museo tenía bastantes piezas de interés dispar, y la obra estaba situada en una sala al fondo de la galería principal. Una sala con las paredes pintadas de negro, y el busto colocado en el centro, en una vitrina. A su alrededor, varios bancos. Les aseguro que sufrí un verdadero impacto emocional. Quedé como hechizado por esa figura. Me senté frente al busto y permanecí así no sé cuánto tiempo. Mucho. Allí estuve, dando vueltas a cómo un artista de hace 3.300 años pudo crear una imagen de esa perfección. A su lado, esculturas muy posteriores parecen obra de torpes artesanos. Y ni siquiera sabemos cómo se llamaba aquel genio.