La mala educación es el título de una película y la pura descripción de lo que sucede en este país cada vez con mayor frecuencia. Un número creciente de conciudadanos ha olvidado las más elementales normas de convivencia y son groseros en todo momento y lugar. Groseros al volante, en una cola, en un aula, en la consulta del médico, en un probador, comprando el pan, dirigiéndose a un empleado o a un cliente, a una persona mayor o a una más joven.
Alguien comentaba en este blog hace unos días que el padre de un alumno había descalificado una corrección ortográfica con el argumento disparatado (y maleducado) de que la ortografía es reaccionaria. La buena educación también suena a algo ultraconservador, pero ese es un argumento propio de personas que no sabrían definir lo que es ser conservador.
No se trata -o no se trata solo- de dejar pasar a otros al cruzar el umbral de una puerta o un ascensor. Estoy hablando de algo mucho más relacionado con el clima de las relaciones, con las manifestaciones del respeto debido entre las personas. Y eso supone atender a quien nos habla, discrepar si es preciso pero sin faltar, referirse a sus argumentos y no arremeter contra su persona o algunos de sus rasgos. Y, sobre todo, hacer el esfuerzo de tratar de entender las razones de los demás. En cambio, vamos a lo nuestro, no escuchamos y si lo hacemos no tenemos intención de analizar sus argumentos. El resultado es que el centro del universo, el eje sobre el que giran todas las cosas, somos siempre nosotros, lo que significa que los demás están en el mundo para servirnos.
A esto hemos llegado gracias a políticos a quienes no han se preocupado por la escuela ni lo que en ella se enseña, padres tan permisivos que sólo ponen el grito en el cielo cuando un día sus hijos les atizan un mamporro y autoridades que entienden que poner normas -y hacerlas cumplir- es represivo. Este es el mundo que tenemos porque es el que hemos creado. ¿Reclamaciones? Envíenlas a su propia dirección. Seguro que aciertan. Al menos, en parte.