
Pero me parece imposible no añorar la vivacidad, el deseo de acceder a unos productos culturales que nos habían estado vedados. Por esos años, vimos películas como El último tango en París (entramos pensando que aquello era sexo en ebullición y salimos deprimidos por la enorme tristeza de la historia) o Amarcord. Leímos a Pierre Vilar o Hugh Thomas sin necesidad de que alguien nos trajera sus libros de Francia. Recuperamos algún disco de Serrat estúpidamente censurado por una censura estúpida. Teníamos todo un mundo por descubrir donde hoy sólo tenemos toneladas de escepticismo. Nos entusiasmábamos ante cosas que hoy nos parecen más bien poco. Es cierto que a veces, releyendo alguno de aquellos libros, revisando películas (desde luego, ninguna de las dos citadas, me refiero a otras) o desempolvando viejos discos, nos sentimos ridículos al pensar que un día nos gustó todo aquello. Pero ese tiempo tuvo algo de nuevo y una ilusión colectiva que hoy no existe.