A primera vista, puede parecer que Arturo Pérez-Reverte se ha adentrado en su última novela en un territorio ajeno a sus preocupaciones habituales. Pero no es así. En El francotirador paciente, están todas ellas: los códigos de honor, los héroes y los villanos, los soñadores y los especuladores, las víctimas y los verdugos, la violencia y la soledad.
El francotirador paciente cuenta una historia en apariencia sencilla: una experta en arte recibe el encargo de localizar a un grafitero muy famoso para proponerle una exposición que le dará dinero y prestigio en el mundo del arte convencional. El grafitero, conocido por su firma (Sniper), vive oculto porque su actividad es ilegal y porque una vez planteó un reto a sus seguidores y uno de ellos murió accidentalmente. El padre del chico, un rico empresario, lo considera culpable y quiere encontrarlo con una intención que pueden adivinar con facilidad. Con ese fin, contrata a unos sicarios que seguirán el rastro de la mujer a sabiendas de que quizá solo ella puede encontrarlo.
Pérez-Reverte construye con detalle el personaje del protagonista a partir de lo que muchos dicen de él. Y usa como voz narrativa a la experta en arte, que nos guía en su búsqueda hasta dar con Sniper. Todo ello, mientras nos adentramos en un mundo con unos códigos muy bien definidos, que está ahí pero del que la mayoría solo conocemos la superficie: el coche del metro pintado o la pared del pabellón industrial convertida en un grito enorme.
Por supuesto, no hay ocasión para aburrirse. El autor domina la técnica y nos lleva cogidos del cuello hasta la última página, siguiendo la vieja máxima del mejor periodismo: “Agarrar al lector y no soltarlo hasta que esté dicho cuanto había que decir”. Ahí están también sus ideas, sus dudas y sus certezas, puestas en boca de algunos personajes. Y una crítica feroz de algunos aspectos del arte contemporáneo.
(Publicado en elcorreo.com)