El deporte es el terreno en el que se mueven los héroes de nuestro tiempo. Como somos ateos y racionalistas, los personajes de la mitología no son para nosotros más que seres de cartón piedra sin sentimientos. Como nos hemos vuelto pacifistas, no entregaríamos una corona de laurel a ningún soldado. ¿Revolucionarios? No quedan. ¿Utópicos? Nadie los conoce. Así que tenemos el deporte.
Y en el fútbol, el héroe por excelencia es el portero, ese personaje solitario, a veces extravagante. El más individualista en un juego de equipo, el único que escapa a la disciplina de la táctica. Si el portero ha salvado a su escuadra en numerosas ocasiones, en memorables mano a mano con los delanteros rivales o en paradas que parecían imposibles, estamos ante un gran héroe. Si además es un tipo normal, que valora la amistad por encima de otras veleidades, que parece modesto y educado, su figura se agiganta.
El problema de Mourinho es que no sabe cómo se derrota a un héroe. A ese portero que ha dado muchas victorias a su equipo y a la selección –ese uno contra uno con Robben en la final del Mundial–, un tipo tan fiable que en las rondas de penaltis sus compañeros siempre cuentan con que parará alguno.
Casillas es el héroe del Madrid y la selección y los héroes solo pueden ser derrotados en el campo de batalla. Un portero puede protagonizar una gran cantada que elimine a su equipo y llorar luego bajo los palos. E incluso eso puede agrandar su imagen. Puede arrastrar su decadencia por los campos hasta que sus grandes paradas, los penaltis detenidos y su agilidad felina queden cubiertos por la bruma del olvido. Y aún así perdurarán durante décadas las fotos y los vídeos, cada vez más descoloridos e irreales.
Pero Mourinho no parece haber leído muchas historias de la mitología clásica ni de la literatura moderna. Por eso no sabe que dejar a Casillas en el banquillo no es la forma de acabar con él. Es como si Homero hubiese querido terminar con Ulíses haciendo que comiera pescado en mal estado o Víctor Hugo hubiese pretendido que Jean Valjean muriera de sífilis. O Cervantes hubiese matado a don Quijote haciendo que cayera del caballo. Los devotos del héroe no aceptan nunca que se salten las reglas del juego, que se aplique un poder omnímodo y arbitrario para destruirlos. Si nos rebelamos contra Dios cuando nos quita a un ser querido de manera inesperada –hasta hemos atribuido unas reglas del juego a la muerte–, cómo no vamos a hacerlo con quien usa malas artes contra el héroe.
Los héroes mueren luchando, no contemplando el partido con mirada triste desde el banquillo. Ellos, más que nadie, tienen derecho a un final digno y a su tiempo.