Maldito seas, Armstrong. No me importa que te hayas dopado, que hayas agotado tú solo varias farmacias ni que lleves años ocasionando dolores de cabeza a los responsables del Tour de Francia, la UCI y el Comité Olímpico Internacional. No me importa que hayas puesto en peligro tu salud. Todo eso es cosa tuya y de los dirigentes de esas entidades, personas por otra parte bastante bien pagadas y que también pecaron de omisión, por mirar hacia otro lado cuando en el pelotón, al parecer, todos sabían lo que pasaba.
Maldito seas, Armstrong, porque lo que me duele es que hayas roto el icono grabado a fuego en el imaginario de una generación de niños y jóvenes. Durante siete veranos felices, vimos a nuestros hijos pegados al televisor, contemplando tu imagen invencible a lomos de una bicicleta. Tu figura con el maillot amarillo, el rostro enrojecido y la boca abierta buscando aire con el que apagar el incendio de los pulmones mientras subías rampas del 15%. O el gesto afilado, la concentración absoluta, mientras te lanzabas carretera adelante en aquellas etapas contrarreloj que dominabas como nadie.
Maldito seas, Armstrong. Eras un héroe de todos esos niños y jóvenes. Habías vencido a la enfermedad y además vencías al mundo sobre dos ruedas. Nadie era más rápido que tú, nadie podía dejarte atrás, nadie sufría como tú de pie sobre los pedales. A una edad a la que los héroes y los mitos están en el deporte y el cine, tú te convertiste en el más grande porque eras de carne y hueso. En otras generaciones fueron Merckx, o Cassius Clay, o Fangio. Para quienes ahora tienen de 15 a 25 años tú fuiste el héroe. Y los héroes son siempre el ejemplo a imitar, el horizonte que está al final de la mirada y al que nos gustaría encaminarnos aunque sepamos que no podremos llegar nunca.
Maldito seas, Armstrong, porque has dejado a una generación entera sin horizonte. Has mentido, has hecho trampa. Subías las cuestas y era falso que lo hicieras solo a base de esfuerzo. Volabas en las contrarreloj pero engañabas al cronómetro con la farmacia y la trastienda de la farmacia. Y además te dolías con dignidad shakespiriana cuando te acusaban de dopaje.
Maldito seas, Armstrong. Quisimos tener héroes de carne y hueso, tan necesarios cuando a nuestro alrededor la palabra dignidad empieza a carecer de sentido. Tenías todos los rasgos para encarnar a ese héroe que supera cuantas dificultades salen a su paso. Y preferiste el triunfo falso al fracaso digno. Ahora ya solo nos quedan los héroes de ficción. Esos no nos fallan nunca, no nos engañan nunca. Son grandes en la victoria y más grandes en la derrota. Maldito seas, Armstrong.