El sábado pasado fui al Guggenheim para terminar de ver lo de ¡Rusia! -por cierto, ¿por qué la exclamación?-
y pedí una prótesis auricular, una ortopedia de esas que ofrecen a la
entrada con el nombre de ‘audioguía’. No era la primera vez, lo
confieso, y la verdad es que a veces sirve, a pesar de que determine
mucho (¿demasiado?) la visita del espectador. Pero, en fin, no es esto
lo que quiero apuntar. La cuestión es la chapa introductoria que uno
puede, si quiere, oír sobre el museo. Qué lenguaje, amigos. El hombre de Colón se queda en un aprendiz comparado con la verborrea publicitaria del menda que te habla con un fingido tono de asombro. El “maravilloso” Guggenheim, la tersura de la piel de las paredes -“acérquese y tóquelas’-, el atrio como “corazón” de ese pedazo de “cuerpo orgánico” que es el museo. Todo parecía sacado de un folleto de la agencia de viajes. Pura publicidad con un punto heroico que echaba para atrás. Dos puntos más de moderación no vendrían nada mal.