Esta mañana he leído la noticia de que Telecinco prepara una serie sobre Mario Conde. Más concretamente, sobre sus años gloriosos, los del ascenso a la presidencia de Banesto, hasta la intervención del Banco de España. Aquella época en la que, con su inmenso poder, promovía la publicación de biografías centradas en su persona que eran un infumable ejercicio de peloteo por parte de sus autores. Justo ayer, escribí sobre la intervención del banco en la necrológica de Luis Ángel Rojo. Así que he pensado bastante en Conde en las últimas horas.
Hay algo que no entiendo: el éxito popular del personaje. Sus libros se venden. Mucho. En la tele da lecciones de economía y de ética empresarial. Y la gente lo admira. Me han contado que la pasada Semana Santa estuvo haciendo turismo en Zamora y muchos lo paraban en la calle para hacerse fotos con él.
Por supuesto, creo que una persona que ha cometido un delito y cumple la pena impuesta debe ser un ciudadano con todos los derechos. Pero eso no lo convierte en admirable ni le da autoridad para impartir lecciones de ética. Ni justifica que algunos lo califiquen de profeta de la nueva era. Conde fue condenado por la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo por delitos de extraordinaria gravedad. Cuando Banesto fue intervenido, la entidad tenía un agujero de casi medio billón de pesetas, que había sido cuidadosamente ocultado por el consejo que presidía.
Ese es el personaje, y cada vez que lo veo pontificar en una tertulia, compruebo que sus libros están en las listas de más vendidos o me entero de su éxito entre la gente de la calle, me salen sarpullidos. Y recuerdo Cambalache, el tango visionario de Enrique Santos Discépolo.