El pasado viernes tuve ocasión de ver la exposición Una luz dura, sin compasión. El movimiento de la fotografía obrera, 1926-1939 en el Museo Reina Sofía de Madrid. Interesante, pero a mi juicio excesiva. ¿Qué quiero decir? Pues que hay demasiadas salas abigarradas de imágenes, acompañadas de libros, revistas y periódicos donde hay más imágenes del mismo tipo: trabajadores en las fábricas, en las calles, paseando, enfermos, comiendo, durmiendo, borrachos, desfilando, riendo, compungidos… Fotografías de todos los formatos, incluidas alguna del tamaño de un sello de correos que obligan a acercarse más de lo razonable a lo expuesto.
No es la única exposición en la que la abundancia de imágenes -como es lógico, bastante repetitivas- termina por saturar al espectador. Hay otras muestras en las que es imposible ver todas las imágenes o los cuadros con un mínimo detenimiento y al final el visitante termina por contemplarlos como un conjunto, sin entrar en los detalles de cada una de las piezas. Y para un examen de ese tipo, sería mejor optar por una muestra más reducida.
Me sucedió también con La edad de oro de la pintura holandesa y flamenca, que estuvo en el Guggenheim hasta enero de este año. Una exposición magnífica, pero había un exceso de bodegones y retratos de personajes de cuya existencia no teníamos la menor noticia, a cargo de pintores cuya fama no siempre traspasó las fronteras de su país.
Creo que hay un problema de exceso de dimensión en la cultura actual o en cómo se ofrece hoy el fruto de la cultura de hace siglos. Hay muchas novelas a las que les sobran páginas, películas con exceso de metraje y exposiciones que con menos cuadros o fotografías estarían mucho mejor. Siempre se habla del poco tiempo que tenemos todos, pero parece que cuando se trata de cultura hay un temor reverencial a quedarse corto. Y no entiendo por qué. Con frecuencia, menos es más.