El destino de algunas obras musicales es inesperado. Beethoven escribió al final de su vida una fuga para concluir con ella su Cuarteto Nº 13, pero luego compuso un movimiento alternativo (por influencia de su editor y ante la muy mala acogida que tuvo ese fragmento en concreto por parte del público) y decidió dar vida propia a esa pieza inicialmente pensada para cerrar uno de los llamados ‘últimos cuartetos’. Se trata de la Gran Fuga, que figura con el op. 133 y fue concebida entre 1825 y 1826, poco más de un año antes de la muerte del músico.
Pues bien, esa Gran Fuga, convertida en obra en sí misma, es una partitura gigantesca, a la que seguramente haber figurado como último movimiento del Cuarteto habría perjudicado. Estamos ante una pieza de algo más de un cuarto de hora de duración y una intensidad difícil de igualar. Es ese Beethoven ya completamente sordo que seguramente por eso -y no a pesar de eso- hace una música que mira al futuro, a un mundo en el que el compositor sabe que ya no estará pero en el que su influencia será enorme. Cómo no admirar a alguien capaz de escribir esta maravilla. Una pieza que, y es mera casualidad porque tenía pensarlo proponerla esta semana, encaja de maravilla con los aguaceros de estos días vistos desde la ventana. Hagan la prueba: pongan la música a un volumen bastante alto, contemplen la lluvia y traten de dejar su mente en blanco mientras suena la Gran Fuga. La felicidad tiene muchas formas y esta es una de ellas.