El pasado viernes se cumplieron cien años de la muerte de Max Bruch. Como comentó Martín Llade en su programa de Radio Clásica, es probable que no haya habido ningún compositor con obra relevante en el catálogo que haya tenido menos honores en su centenario. La pandemia puede explicar en parte ese olvido, pero no lo explica todo.
Max Bruch fue un compositor romántico, que vivió entre Alemania y Reino Unido (fue director de la Orquesta de Liverpool), ocupó cargos relevantes en academias, fue distinguido con doctorados en universidades muy importantes y gozó de notable éxito popular en vida… pero fue semiolvidado en los últimos años de su carrera. ¿La razón? Que a la altura de 1910, el impresionismo, una nueva ola de nacionalismo musical más complejo y un evidente cansancio dentro del lenguaje tonal habían dejado su catálogo fuera del ámbito de interés y muy alejado de los nuevos impulsos de la modernidad.
Hoy apenas si se recuerdan unas pocas obras de su extenso catálogo: el Concierto para violín Nº 1, desde luego, porque está en el repertorio de todos los grandes del instrumento; en menor medida el Nº 2 (que escribió para Sarasate), la Fantasía Escocesa, Kol Nidrei… y prácticamente nada más.
En 1915, Bruch escribió un concierto para dos pianos y orquesta, que parte de una obra anterior y es fruto de un encargo. La obra fue manipulada a su gusto por las intérpretes para quienes estaba escrita, y no sonó tal y como Bruch la había dejado hasta 1970. Es un concierto para piano muy poco pianístico, con un peso enorme de la orquesta. Bien merece que le dediquemos unos minutos, sobre todo por su bello arranque. Disfruten.