Explicar el argumento de Un andar solitario entre la gente es fácil y difícil a la vez. Difícil porque no existe una trama en el sentido clásico. Fácil porque el autor camina por su barrio en algunos momentos, por Nueva York en otros, y mientras lo hace escucha voces, anota los rótulos de la calle, lo que promete la publicidad que encuentra a su paso y lo que lee en los diarios. Todo eso lo incluye en su relato, enlazándolo con la peripecia de otros paseantes: del Thomas de Quincey pobre y maldito al Walter Benjamin que, como en la historia clásica, huye de la muerte para abrazarla en Portbou; del Poe alucinado al Baudelaire más lírico.
Muñoz Molina ya había hecho algo parecido en Sefarad, donde entrelazaba historias unidas por el vínculo común de los judíos y su historia en el siglo XX, su viaje hacia ninguna parte cuyo precedente lejano está en su expulsión de España. Aquí sublima el experimento porque hay muchos más materiales –hay fotos y collages insertados en el texto–, que a veces se presentan acumulados: títulos de noticias del periódico, reportajes completos sobre algunos hechos más o menos conocidos, eslóganes publicitarios, reclamos de todo tipo.
Por supuesto, la mirada del autor es lo que guía la narración. Un autor reconocible por los datos que ofrece, aunque más bien escasos. Y por sus ideas sobre lo que cuenta, por esa mirada crítica y noble sobre la realidad, la mirada de quien se va acercando ya a la vejez –lo apunta incluso en un momento– pero aún mantiene algunos ideales construidos con los materiales de la fe y el inquebrantable sentido de la justicia que solo se tiene en la juventud.
Un andar solitario entre la gente no es una novela al uso. Ni siquiera lo es en su tipografía. Pero ofrece una lectura envolvente, hipnótica, para un lector pausado, que deguste cada frase, cada idea, cada imagen.
(Publicado en elcorreo.com)