James Rhodes visitará la capital vizcaína el jueves para participar en Ja! Bilbao. Desconocido por aquí hasta hace poco más de un año, su crudísima autobiografía l0 puso de moda, hasta el extremo de que ha realizado varias visitas a España en los últimos meses para promocionar su libro y dar recitales. Cuando publicó Instrumental escribí esta historia que quizá ahora interese a alguien que entonces no la leyó. Se la dejo tal cual fue publicada.
Esta es la historia de James Rhodes (Londres, 1975), que a partir de los seis años y durante un lustro fue objeto de reiteradas violaciones por parte de su monitor de deporte; consumió drogas y se emborrachó casi a diario al comienzo de la adolescencia; hizo felaciones a hombres mayores a cambio de un helado o unas pocas libras; pasó largas estancias en varios psiquiátricos; trabajó de pinche de cocina en un Burger King; ganó un salario mensual próximo a los 20.000 euros con apenas 20 años; se casó con una mujer mayor que él con quien tuvo un hijo y a quien terminó por destrozar la vida; se autolesionó cortándose con cuchillas de afeitar hasta llegar casi a desangrarse; intentó suicidarse varias veces y lo habría conseguido finalmente si no se hubiese agarrado a un salvavidas: la música clásica.
Rhodes, que solo tiene 40 años, es hoy un pianista de éxito, con su propio programa de TV en una cadena británica, llena grandes salas cada vez que da un concierto, charla con los aficionados que han ido a escucharlo y ha descubierto la misión a la que quiere encomendarse lo que le quede de vida: divulgar la música llamada clásica (él no está de acuerdo con lo que tiene de elitista esa denominación) entre quienes no se han acercado a ella y por tanto no conocen la belleza arrasadora que se encuentra en los grandes compositores de todos los tiempos. Lo cuenta así en sus memorias, tituladas Instrumental. Memorias de música, medicina y locura, que edita en castellano Blackie Books y que solo han podido ver la luz después de que un tribunal británico lo permitiera, hace apenas cinco meses. Su exesposa había tratado de impedirlo con el argumento de que el lenguaje demasiado explícito utilizado por el músico en sus páginas podría ser nocivo para el hijo de ambos.
Lo del lenguaje escabroso es cierto. Rhodes no es un pianista al uso. No solo por su indumentaria -suele salir a tocar con vaqueros, camisetas de rockero, lleva una barba desaliñada y el pelo cortado a tropezones-; lo es sobre todo por el lenguaje y sus maneras. Aunque seguramente todo ello sería distinto de haber ido a otro colegio o no haberse cruzado en su camino con un monitor de deporte de 40 años que nunca llegó a pagar por su delito. Porque Rhodes, nacido en una familia judía acomodada, fue a un buen colegio en el que reinaba la ley del silencio respecto de lo que pasaba en algunos espacios del mismo. Allí fue donde sucedió: «Me utilizaron, me follaron, me destrozaron, me manipularon y me violaron desde los seis años. Una y otra vez durante años y años». «Las violaciones infantiles son el Everest de los traumas», añade. Su caso es la mejor demostración: aún hoy sabe que en cualquier momento aquellas imágenes, aquel dolor, aquel asco, pueden volver a aparecer. Le ha sucedido muchas veces. Y está tan obsesionado por ello que mucho después, cuando su hijo cumplió tres años y llegó el momento de escolarizarlo, lo único que le preocupaba de los centros a los que su mujer y él fueron a pedir información era si garantizaban que un menor no estuviese a solas ni un solo segundo con un único profesor.
Pero volvamos atrás. Cuando terminaron aquellos cinco años de abusos continuos, el pequeño James tenía todo tipo de secuelas físicas y psíquicas. Había aprendido a tocar el piano y descubrió, siquiera fugazmente, que era una forma de evasión. Ahora se avergüenza, pero su primera pieza completa fue Balada para Adelina de Richard Clayderman. Sin embargo, dejó de tocar y se deslizó por una pendiente de sexo a cambio de dinero o favores -siempre con hombres, su primera relación con una mujer no llegó hasta los 18 años y fue con una prostituta-, alcohol y drogas. Su primer paso por un psiquiátrico fue en la adolescencia.
Cuando salió se fue a vivir a París. Allí vivió una breve etapa de bohemia y excesos, haciendo pequeños trabajos para sobrevivir y conociendo un ambiente atractivo y algo canalla. Sin haber llegado a cumplir los 20 años, fue contratado como comercial publicitario en un medio de comunicación y era tan bueno en su trabajo que ganaba bastante más de 3.000 libras por semana. Parecía que su vida estaba encarrilada: conoció a una mujer diez años mayor que él, algo traumatizada tras su segundo divorcio, y la sedujo a base de encanto personal, regalos caros, conversación inteligente y una enorme capacidad de convicción. Se casaron y pronto ella quedó embarazada. Cuando nació su hijo (usa un nombre falso para referirse a su exesposa y a él en el libro), se convirtió en su obsesión. Y su vida descarriló de nuevo porque los fantasmas regresaron a su cabeza.
Entonces, la música, el talento y un par de golpes de suerte cambiaron su vida. O se la salvaron. Una pieza escuchada un día casi por casualidad hizo que pensara dedicarse a la clásica de alguna manera: la Chacona de la Partita para violín Nº 2 de Bach, en la versión pianística de Busoni. Convencido de que no podría ser pianista, quiso convertirse en agente, asociándose con uno de ellos. Este le pidió que tocara algo al piano. Hacía diez años que no se sentaba ante el teclado y tocó muy mal, con grandes dificultades para terminar. Para su sorpresa, el agente le dijo que no iba a hacerlo socio, sino que iba a convertirlo en pianista profesional porque había descubierto que tenía un gran talento. Así que lo envió a Italia a tomar lecciones de un conocido profesor.
Nada de eso evitó otra recaída y un nuevo ingreso en el psiquiátrico. Ya había comenzado a autolesionarse cortándose con cuchillas de afeitar, pero en el sanatorio fue peor: en un descuido del personal, se colgó con un cable de teléfono y lo salvó un asistente en el último momento. La montaña rusa continuó con una escapada del psiquiátrico, un nuevo ingreso y la música de nuevo como salvación gracias a un iPod que un amigo consiguió introducir -estaba prohibido- en un frasco de gel.
A la salida del sanatorio se separó de su mujer y empezó su carrera gracias a un mecenas que le financió su primer disco, que lleva un título muy biográfico: Cuchillas, pastillas pequeñas y pianos grandes. Después vendrían Ahora, por favor, que los freudianos se aparten, Balas y canciones de cuna y algún otro más convencional en cuanto a denominación. También llegaría la firma de un contrato con Warner, una serie de programas para la TV, una nueva pareja con la que rompe para reconciliarse más tarde y casarse y la publicación de su pasado de violaciones y abusos sin cuento. Nada pasó, sin embargo, porque cuando encontraron al profesor no pudo ser juzgado: un derrame cerebral lo había dejado hecho un guiñapo.
En todo este tiempo, Rhodes se ha convertido en un personaje que explica con palabras sencillas las piezas que toca en cada concierto, al igual que lo hace con una selección de veinte de ellas en sus memorias. Una por cada capítulo, y además recomienda una versión en concreto y dónde pueden encontrarse en la red. En esos parlamento no se corta a la hora de hablar del «puto Beethoven», el «trepa y algo racista» Chopin, y el «desastre con patas» que era Schubert. Nada que sorprenda en alguien que empieza sus memorias con una frase de un laconismo absoluto: «La música clásica me la pone dura».
Claro que los compositores son sus ídolos. Todo lo contrario que otros agentes del sector. Veamos lo que dice sobre los intérpretes: «Normalmente (son) socialmente retrasados y supertorpes (…) Emocionalmente castrados o superamanerados, raros en plan asesino en serie, lunáticos a los que no se entiende y tienen un número de fetiches sexuales más altos de la media». Los promotores de conciertos: «Se dedican a remolonear, a tomar champán y a comerles la oreja a miembros del público maduros y forrados de pasta. Parten de la idea de que todo cambio es monstruoso y malo». Las discográficas las dirigen «unos tipos bienintencionados y sumisos sin el menor atisbo de perspicacia comercial y ningunas ganas de probar algo distinto». Hasta ahora, todo muy suave si se compara con su descripción de los críticos: «El gilipollas solitario, amargado, músico fracasado, cabroncete disfrazado de intelectual (…) El quejica esnob, despreciativo, mal informado y sádico al que nadie tomaría en serio en cualquier otra labor periodística» y a quien solo leen «otros críticos, seniles oyentes, algún que otro estudiante y unos cuantos jueces del Tribunal Supremo».
¿Y cómo es el Rhodes pianista, más allá de sus divertidas explicaciones de las obras que pueden verse en los vídeos y escucharse en los discos? Pues seguro que no es el mejor intérprete de Beethoven, Bach o Chopin. Con toda probabilidad, cualquier aficionado tiene un puñado de grabaciones en su casa mejores que las suyas. Pero su Chacona está tocada con tal rabia, con tal intensidad emocional, que impacta más que esas otras más perfectas y canónicas. Probablemente, Rhodes se convierta en el nuevo Bernstein en su tarea de ampliar el público de la clásica. Y sus memorias son de una sinceridad como pocas. Si no lo creen, lean lo que dice de sí mismo: «Soy un imbécil vanidoso, egocéntrico, superficial, narcisista, manipulador, degenerado, pelota, quejica, lleno de carencias, con tendencia al exceso, agresivo, frío y autodestructivo». Seguramente es también un genio que ha sufrido mucho. Más de lo que cualquier ser humano normal puede soportar sin alguna droga que lo haga todo más vivible. La suya se llama música.