José-Carlos Mainer ha escrito en alguna ocasión que José María Guelbenzu está escribiendo por entregas la «novela de nuestro tiempo». Cabe pensar que lo hace en su serie protagonizada por la juez Mariana de Marco, donde retrata una clase social adinerada y poderosa, corrompida y devorada a sí misma. Pero es seguro que lo dice sobre todo por el resto de las novelas del catálogo del escritor madrileño, en las que los valores literarios son muy superiores.
En Los poderosos lo quieren todo, Guelbenzu da una vuelta de tuerca al mito de Fausto desde una perspectiva abiertamente humorística. Lo que no quiere decir, por supuesto, que el mundo que dibuja no sea reconocible y verosímil, y que el debate moral planteado no resulte muy serio. Porque el punto de arranque de la novela, expuesto literalmente en la primera línea, es la decisión que toma un abogado y hombre de negocios experto en el blanqueo de dinero y en operaciones económicas de dudosa legalidad y nada dudosa inmoralidad cuando la muerte lo sorprende un día en su despacho.
El protagonista logra esquivarla y poco después un diablo le ofrece alejar de él a la Parca con una condición: que en su vida no haga nunca el bien. No es preciso que haga el mal; lo que tiene prohibido es hacer el bien. Y como prenda le pide la vida de su hija mayor, que justo cuando él acepta sufre un accidente y queda en coma. En ese estado seguirá hasta la muerte de su padre o hasta que, como en el cuento infantil, alguien la bese.
Junto al abogado hay una galería de personajes verdaderamente notables: están su esposa, que quiere salvar a la chica y está dispuesta a todo por hacerlo; la hija pequeña, seductora y libre; el diablo, capaz de resistirlo todo… menos la tentación; algunos socios en las operaciones económicas del protagonista, y dos jóvenes entrañables, uno por su idealismo de artista fracasado –se ha enamorado de la joven que entra en coma justo unos minutos antes del fatal accidente– y otro por su inofensiva desvergüenza. No faltan periodistas de investigación expertos en chantajes, curas vascos que hacen exorcismos, prostitutas de lujo, un mendigo con mucha retranca, impostores de toda condición y hasta un literato jubilado que reúne en torno a sí a un grupo de aspirantes a lo que en La colmenade Cela habría sido una flor natural en un certamen poético de pueblo.
Guelbenzu habla de la corrupción y los nacionalismos, la Iglesia, la política y los intelectuales y dice cosas muy serias pero con un humor que por momentos es descacharrante. Y hasta se atreve a hacer que el narrador irrumpa en escena rebelándose contra el autor y reventándole el final de la novela. Un juego literario divertido, que convierte al lector en cómplice.
(Publicado en elcorreo.com)