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César Coca

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Vivir para grabarla

Circula estos días la noticia sobre un pirata informático que ha entrado en teléfonos y archivos digitales de decenas de personas célebres –en general, relacionadas con el mundo del espectáculo– y les ha robado, literalmente, imágenes comprometedoras. En general, fotos de desnudos o vídeos en los que aparecen practicando sexo.

Por supuesto, estamos ante un delito. O más bien dos: robar imágenes invadiendo la intimidad de las personas y difundirlas luego, multiplicando hasta el infinito el daño causado. Por eso, es evidente que el culpable debe ser detenido y juzgado.
Dicho lo cual, creo que merece la pena destacar que este episodio revela un fenómeno creciente: la gente vive –vivimos– obsesionados por grabar los episodios de su vida, como si alguien fuera algún día a hacer una película con todo ello. Le pasa a los famosos y a quienes no lo son.
Me parece que solo esa obsesión explica que todas esas personas a las que les han robado fotos –y muchas más a quienes no se las han robado– guarden imágenes de sí mismas hechas con móviles. ¿Actrices filmadas por los mejores directores, que han protagonizado reportajes en las revistas de moda o de cine más leídas del mundo, necesitan hacerse fotos con un móvil? ¿O cogen el telefonillo y se montan un vídeo casero mientras están en la cama con sus parejas?
Esa necesidad de verse a uno mismo en imágenes digitales nos está convirtiendo en espectadores de nuestra propia vida. Nos gusta más vernos haciendo determinadas cosas o en ciertos lugares que hacer esas cosas o visitar esos lugares. Por eso, ante un monumento célebre es ya muy extraño encontrar a alguien que solo lo contempla: la mayoría de la gente se hace autorretratos (me niego a usar otro término) o filma de manera compulsiva todo lo que hay en el lugar. Este verano, ante uno de esos edificios famosos, vi una auténtica muralla: la formada por una fila de una veintena de turistas que, levantados los brazos, filmaban con sus tabletas cuanto había allí. Su atención se concentraba en la grabación, no en ver lo que tenían ante sí.
Hay otra variante de esta obsesión: la de quienes llegados a un palacio, un jardín o una catedral sacan su tableta y buscan información. Hasta ahí, nada distinto de lo que se ha hecho siempre con una guía de viaje. La diferencia la protagonizan quienes sentados ante el monumento de que se trate ni siquiera lo miran porque están leyendo la información o examinando las fotos del mismo que alguien ha colocado en la red. Terminado ese examen, y tras tomar sus propias imágenes, se van apresuradamente. Es decir, han visto el lugar a través de la pantalla de su dispositivo o las fotos que otros tomaron antes.
Nuestros ojos se están desacostumbrando a ver la realidad tal y como es. La vemos en una pantalla, incluso aunque estemos ante esa realidad. Por eso preferimos dedicar más tiempo a filmar el Coliseo romano o el palacio de Versalles que a verlos. Y nos divierte más contemplar ese vídeo que hicimos de algunas escenas de alcoba que la propia acción. La realidad filmada es ya tan importante, si no más, que la realidad misma. García Márquez tituló hace una década el primer tomo de sus memorias –en breve sabremos si hay más– Vivir para contarla. Hoy las titularía Vivir para grabarla.