Todo parecía conspirar para que las novelas fueran cada vez más breves. El tiempo para la lectura escasea y nos estamos acostumbrando al lenguaje fragmentado, a las frases incompletas, a las palabras que en sí mismas encierran ideas o descripciones que antes expresábamos de manera más detallada.
Algunos críticos y escritores lo anunciaron hace veinte o treinta años: en el futuro, dijeron, las novelas serán más cortas. Se acabaron los textos tipo Guerra y paz o En busca del tiempo perdido. Cuando esas novelas se escribieron, la única posibilidad de pasar el tiempo que tenía la gente era coger un novelón y devorarlo a la luz de las velas. No había TV, ni cine, ni tantos espectáculos como ahora, explicaban. Habría que añadir internet, los móviles, las redes sociales, el whatsapp, etc.
Pues bien, pronóstico errado. Desde hace tiempo se publican libros de dimensiones gigantescas, y encima tienen mucho éxito, tanto de crítica como de público. Por citar solo algunos ejemplos de los últimos meses, han llegado a las librerías Las tres bodas de Manolita (750 páginas), Bloody Miami (625 páginas), Dispara, yo ya estoy muerto (912), La buena reputación (640), La verdad sobre el caso Harry Quebert (675), Legado en los huesos (560), Doctor Sueño (610) y, en lo más alto de la tabla, Circo Máximo (1.200) y El jilguero (1.145). Libros voluminosos, que pesan mucho (en la edición en papel, claro) y que sin embargo los lectores llevan en el bolso o de la mano para leer en el metro, en un café o en cualquier rincón que permita aprovechar hasta el último minuto libre.
Esto parece contradictorio con el aire de los tiempos. Y no encuentro una explicación muy convincente, salvo aquella vieja máxima de que hay gente para todo. Pero eso no es, en sí mismo, un argumento para nada. Parafraseando a Alonso Millán, las novelas vuelven a llevarse largas. ¿Será solo una moda pasajera?