El nivel cultural de un país se puede medir de muchas formas. Una de ellas es por el consumo de productos culturales. Otra es el aprecio que la sociedad siente hacia los creadores y los intérpretes. Esas son las más evidentes, las más directas, pero no las únicas.
Voy a hablarles hoy de uno de esos indicadores indirectos: los discursos de los políticos. Los discursos cuando se dirigen al Parlamento o directamente a la sociedad a través de los medios, y los que pronuncian ante la cúpula directiva de su organización en esas convenciones en las que simulan estar discutiendo con un pequeño grupo de personas que los miran con arrobo. No es que se trate de espectadores con claque. Es que solo hay claque.
A lo que iba. Cuando tienen que pronunciar un discurso, los políticos suelen encargarlo a alguien. No todos. Los hay que los elaboran ellos mismos porque se les da bien y se sienten más cómodos usando sus palabras que las que alguien les ha escrito. Pero son la excepción.
Pues bien. Un análisis somero de los discursos pronunciados en ocasiones diversas por nuestros políticos más relevantes en los últimos años muestra un brutal descenso de nivel. No se trata de que no haya en nuestros parlamentos, diputaciones o ayuntamientos (hay excepciones notables: hace algo más de un año Iñaki Azkuna pronunció uno ante la Asociación Española de Americanistas verdaderamente magnífico, y es de justicia reconocerlo) políticos capaces de construir frases para la Historia, como Churchill, Gandhi, Kennedy o Luther King. Podemos poner el listón más bajo, y tampoco lo superarán.
Al lado de lo que hoy escuchamos en los foros citados, algunos parlamentos de Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Carrillo, Carlos Solchaga y unos pocos más parecen obras literarias. Ya sé que en muchos casos leían lo que les habían escrito, pero demostraban que sabían elegir bien a sus negros y luego los leían con la entonación y la intención debidas. ¿Cuántos políticos en activo resisten la comparación?
Los discursos que escuchamos hoy son en general paupérrimos en cuanto a las ideas, tienen la sintaxis de un alumno mediocre de la ESO y son entonados con la monotonía con que los viejos curas de pueblo rezaban cada tarde el rosario ante unas pocas feligresas octogenarias. A veces son incluso peores: soeces en sus términos, vulgares en la argumentación y elusivos respecto de los problemas reales de la sociedad, se convierten en un insulto a la inteligencia de quienes los escuchan.
Siempre he pensado que Francia –que nos queda cerca– es un país que aprecia mucho más la cultura y entre otras cosas se ve en que sus presidentes, como casi todos sus políticos relevantes, tienen una dicción magnífica, han buscado muy buenos autores para sus discursos y dan relevancia a sus palabras en las ocasiones solemnes. Aquí no pasa nada de eso. De ahí que cada vez estemos más lejos de Francia. Y de otros muchos países.