El curso cultural está cerrado. La gente que conozco que trabaja en editoriales, orquestas, museos y demás está ya terminando asuntos pendientes para irse de vacaciones. En agosto regresarán para preparar la campaña de septiembre: lanzamientos, temporadas de abono, programaciones nuevas… Y, sin embargo, el verano tiene una gran vida cultural, al menos en algunos ámbitos. Pero su carácter es bien distinto.
No pasa en el sector editorial, donde no hay apenas libros nuevos y desde luego ningún título de postín. Sí en lo que se refiere al teatro, la música, algunas exposiciones… Son ofertas distintas, dirigidas a un público que viaja o que busca un entretenimiento más ligero. Así, los festivales de verano proponen espectáculos teatrales o musicales en muchos casos de interés, pero sobre los que tendríamos algunas dudas si se programaran en febrero. Y hay exposiciones que están pensadas para llenar las salas con turistas.
¿Criticable? En absoluto. Creo que en verano todos pedimos otras cosas. No es fácil leerse Finnegans wake bajo una sombrilla como no me parece que lo más adecuado para un concierto al aire libre sea una sinfonía de Bruckner. Todos estamos cansados (siempre he creído que las vacaciones existen porque son necesarias) y nuestra capacidad para afrontar lecturas densas, obras de teatro de vanguardia o piezas de música contemporánea es reducida.
Por eso, la cultura en verano es algo diferente. Al fin y al cabo, es un conjunto de productos fuera de temporada.