Estaba hablando hace un momento con un compañero de que la nostalgia vuelve a estar de moda. Es como si todos renegáramos del tiempo que nos ha tocado vivir y quisiéramos recrear (ya que vivir allí es imposible) un pasado que consideramos más brillante. Ahí tienen la última película de Woody Allen, sumándose a esta corriente, formada por una enorme cantidad de novelas y películas que insisten en dar una y otra vuelta de tuerca a épocas de un pasado no demasiado lejano.
Todos sabemos que el tiempo presente no es ni mucho menos perfecto, pero la vida en el pasado debía de ser mucho más dura y llena de problemas. Es innecesario recordar que no hace tanto tiempo no había antibióticos ni anestésicos eficaces. No había cine, ni aparatos de reproducción de la música. Si seguimos retrocediendo algo más, no hallaremos luz eléctrica. No debía de ser muy cómodo leer a la luz de una vela mortecina en frías noches de invierno.
Algo más atrás tampoco había museos, y la inmensa mayoría de la gente no sabía leer ni escribir. La cultura, que es de lo que trata este blog, era un asunto de muy pocos. Ahora lo es de muchos, aunque estemos hablando de cultura de masas.
Y, sin embargo, el pasado, sobre todo algunas épocas del pasado, tiene un atractivo irresistible. A mucha gente le gustaría acudir a una sesión de ópera tal y como era en tiempo de Verdi, pasear por el interior del Vaticano en el siglo XVIII, compartir tertulia de café con Victor Hugo o Balzac o poder charlar un rato con el joven Picasso.
En una dimensión más doméstica, las fotos de nuestra ciudad hace cien años o los retratos de los vecinos de esa misma urbe despiertan un gran interés. Y la música que sonaba en la radio en los años treinta o los libros que se leían en esa misma época. O las películas de moda en los cincuenta. A todos nos gusta saberlo o recordarlo, según la edad de cada uno. Con frecuencia, nos interesa mucho más que lo que sucede hoy en esos mismos ámbitos. La nostalgia vuelve a estar de moda. Quizá es que nunca ha dejado de estarlo.