¿Qué sucede cuando coincide en el tiempo una pléyade de escritores y pensadores de inusual brillantez? Que durante unos pocos años se genera tal cantidad de obras maestras que conforman una verdadera edad de oro de la cultura. Eso fue lo que ocurrió en el lustro transcurrido entre 1911 y 1915: la lista de títulos imprescindibles de la literatura y el pensamiento publicados en esos años es tan larga y variada que puede decirse, sin lugar a dudas, que marcó la cultura de buena parte del siglo, e incluso que su influencia llega hasta nosotros. Se cumplen cien años de aquellos días en que Mann, Russell, Kafka, Joyce, Proust, Shaw, Conrad, Tzara, Freud y unos cuantos más, y en España la generación del 98 en su conjunto, crearon sus mejores obras, esas que están en todos los cánones y son lectura obligada para quien quiera conocer los mejores frutos de la creación en Occidente. Cinco años irrepetibles que terminaron con los cañonazos de una guerra que alguno de los miembros de esa generación no pudo aguantar: George Trakl,por ejemplo, se quitó la vida pocos meses después del inicio del conflicto, incapaz de soportar tanto dolor y desvarío; y Rilke vivió un período de larga sequía creativa. Ha pasado un siglo.
El inicio de la década estuvo acompañado por signos inequívocos de que se acababa una época y de que la nueva nacería, como tantas otras veces, gracias a una guerra. El mundo decimonónico, con sus valores, se venía abajo de forma estrepitosa. Un libro de Thomas Mann, Los Buddenbrock, publicado en 1901, ya reflejaba el fin de ese tiempo a través de una saga familiar que ve cómo sus valores entran en crisis.
Sin embargo, la llegada de una nueva era se hizo esperar hasta la década siguiente. A la altura de 1911 el mundo vivía en un equilibrio tan inestable que era evidente que algo iba a estallar. El proceso de descolonización había dejado perplejo a Occidente. El imperio Austro-Húngaro se agotaba con la misma figura de su viejo emperador Francisco José, desalentado tras el asesinato de su esposa Sissí y el suicidio nunca aclarado de su heredero, el príncipe Rodolfo, y su novia, Maria Vetsera, en el oscuro episodio del pabellón de caza de Mayerling. El Reino Unido tenía que soportar la cada vez mayor presión de los independentistas irlandeses. El antisemitismo crecía en todo el continente. Los partidos socialistas y comunistas amenazaban con disolver las estructuras del viejo Estado burgués. Y hasta Estados Unidos, un país nuevo al que Europa miraba con suficiencia, comenzaba a imponerse en las relaciones internacionales.
Algunos críticos han hablado de un espacio de Viena para referirse a ese grupo de escritores pese a que varios de ellos no eran vieneses ni apenas pisaron el Imperio Austro-Húngaro. Sin embargo, el espíritu de descomposición del mismo, esa Cacania de la que años más tarde -pero refiriéndose justamente a esta época- hablaba Musil, haciendo un juego de palabras con K & K (imperio y reino), alcanzaba a todos. Esa abreviatura designaba un Estado plurinacional y multicultural agrietado hasta el límite de la ruina y figuraba en todos los edificios oficiales. Aún hoy se puede ver en muchas imponentes fachadas en el centro de Viena.
Ese es el mundo aparatoso pero decadente que alcanza su punto de mayor creatividad hace ahora un siglo. Esa Centroeuropa gobernada de manera autoritaria y moderada por el caos, como escribió Musil, que parecía ajena a la revolución que se proyectaba para Rusia desde un café de Zúrich, tan cerca de su frontera. Algo más lejos de allí, Bertrand Russell atacaba el idealismo, uno de los restos de la filosofía clásica que se había prolongado hasta el siglo XX, con una de sus obras básicas, Los principios de la filosofía, publicada en 1912. Y Sigmund Freud, con Tótem y tabú (1913), socavaba las bases de la moral sexual victoriana.
Los autores que forman el núcleo fundamental del espacio de Viena publicaron obras esenciales en esos años. El más maduro de todos ellos, por edad y por tener una carrera ya consolidada, era Thomas Mann. La muerte en Venecia, editada en 1912, no es su mejor novela, pero sí una de las más conocidas. La historia de su protagonista es la de una decadencia general: un escritor falto de inspiración que llega a un hotel decadente en la ciudad más maravillosamente decadente del mundo y se ve asaltado por un amor inesperado hacia un jovencito que lo ignora. Un puñetazo en toda la cara a la moral del siglo XIX que se viene abajo en el caos de la miseria social y política que mina los cimientos del continente.
El mismo golpe certero que da un escritor novel que murió siendo desconocido fuera de un círculo reducidísimo y que, sin embargo, se convirtió años después en el más influyente del siglo: Franz Kafka. En ese lustro de fulgor y muerte, el checo escribió las miniaturas de su primer libro publicado, Contemplación; el cuento La condena, concluido en una sola noche y en el que ya están todos los elementos de la literatura ‘kafkiana’; la novela incompleta América y La metamorfosis, probablemente la ficción más impactante del siglo XX y sin duda una de las más analizadas. Sin la historia del viajante de comercio convertido tras un sueño intranquilo «en un monstruoso insecto», probablemente no habrían surgido centenares de vocaciones literarias. Las de Borges y García Márquez son solo dos ejemplos, pero hay muchos más.
En 1912, Rainer Maria Rilke empieza a escribir: «Lo bello no es sino el comienzo de lo terrible». Está en los primeros versos de las Elegías de Duino, que, víctima de un inesperado agotamiento espiritual a consecuencia de la guerra que estalla dos años más tarde, no concluirá hasta 1922. Son también los años en que Tristan Tzara, aún adolescente, escribirá sus Primeros poemas. No falta demasiado para que este joven rumano invente la palabra que dará nombre a uno de los movimientos artísticos que marcarían el siglo: dadá.
Según testigos, el alumbramiento del término tuvo lugar una tarde de 1916 en el café Terrasse de Zúrich, situado enfrente de otro clásico de la ciudad, el Odeón. En este último café, cada día, más o menos a las mismas horas en que Tzara fábula con las bases del dadaísmo, Vladimir Ilich Uliánov, un tipo calvo, con perilla, de mirada penetrante y aspecto más bien inofensivo, revisa los periódicos sin saber que en poco más de un año se pondrá a la cabeza de una revolución que estremecerá al mundo. Los restos políticos, sociales y culturales del siglo XIX están a punto de desaparecer.
No muy lejos de allí, Gustave Meyrink publica El Golem, un libro sobre una leyenda del folclore judío que se convertirá en un texto de estudio para antropólogos, investigadores del judaísmo y antisemitas militantes. Es la otra gran amenaza de comienzos de siglo, el movimiento que crea el caldo de cultivo en el que florecen poco después el nazismo y su consecuencia inevitable: la catástrofe.
Fuera del ámbito centroeuropeo pero bajo su influencia, hay también libros imprescindibles. En Francia, Proust publica en 1913 el primer tomo de En busca del tiempo perdido, el monumento literario a la memoria más poderoso que se ha escrito nunca. Jamás la evocación había dado para tanto, para tantas páginas de literatura sin apenas acción, captando el instante, el paso de la vida a través de la recreación de un escritor. Ese mismo año, Alain Fournier publica El gran Meaulnes, una hermosa novela de iniciación a la vida adulta y el amor. La primera de su autor, que solo tenía 27 años cuando la publicó y que murió en los primeros combates de la gran guerra. Hoy está considerada como una de las mejores obras en francés del pasado siglo.
Como lo está también, pero en lengua inglesa, Pigmalión, de George Bernard Shaw, que no fue publicada hasta 1916. Shaw no fue ajeno a la causa irlandesa -era amigo de Michael Collins- como tampoco lo fue, aunque a su manera, James Joyce. En 1914, publica Dublineses, una serie de relatos ambientados en la capital irlandesa y protagonizados por personajes de clase media-baja, algunos de los cuales contienen el germen de lo que luego será Ulises.
Es el tiempo, en fin, de Victoria de Joseph Conrad y de Relatos de los mares del Sur, de Jack London, dos libros de cabecera de generaciones de jóvenes a lo largo del siglo. Y de Servidumbre humana, de William Somerset Maugham, la narración intensa, dramática y violenta de un tiempo y unas pasiones -el amor, el rencor, la compasión- que son de ayer y de hoy. Y que la literatura de esos años fascinantes y caóticos reflejó con maestría.
¿Y en España?
En la segunda década del siglo XX, la generación del 98 producía a todo ritmo. Del lustro 1911-5 son dos obras fundamentales de Baroja: El árbol de la ciencia, un retrato poco compasivo del Madrid de su tiempo, y por extensión de todo el país; y Las inquietudes de Shanti Andia, relato de aventuras teñido de nostalgia.
En 1912, Machado publicó la primera parte de Campos de Castilla. Es uno de sus poemarios más célebres, que refleja la fascinación de la generación del 98 por Castilla y sus gentes. Más o menos lo mismo que Castilla de Azorín, un volumen a medio camino entre el ensayo y la crónica de costumbres, escrito con un estilo de inusitada perfección.
Esa misma atracción por la meseta y sus paisajes la sintió Miguel de Unamuno, dividido entre sus dos ciudades, Bilbao y Salamanca, que en 1913 dio a la imprenta uno de sus libros más profundos, el mejor para muchos críticos: Del sentimiento trágico de la vida, una lúcida reflexión sobre el destino del ser humano. Un año después, apareció Niebla, novela innovadora en un panorama literario, el español, no muy dado a experimentos.
(Publicado en ‘Territorios’ el 16 de abril de 2011)