Leí hace poco en una novela que no consigo recordar (quizá en la última de Auster) que un personaje elegía un restaurante porque no tenía música ambiental. Me sentí muy identificado con él porque yo también he llegado a un punto en el que no soporto ni un minuto más de música que no haya elegido o tenga la posibilidad de detener.
No aguanto la música en la espera del médico, ni en los ascensores, las tiendas, los restaurantes, los bares, el metro, los autobuses urbanos o interurbanos, las oficinas, los polideportivos, los gimnasios, los aeropuertos, los bancos… Nadie me obliga a ver una película, leer un libro o ir a un museo o al teatro. Pero no puedo dejar de oír una música que no deseo escuchar.
Y escuchar música cuando no se quiere hacerlo, cuando lo que uno anhela es mantener una conversación o meditar o dormir, es la mejor forma de llegar a odiarla. O al menos hacer que pierda su valor. La música es muy hermosa. Hasta la mala tiene su punto. Pero nada que sea obligatorio es apreciado en lo que vale. Además, no sé qué aporta en tantos lugares en los que suena ya de oficio. ¿Por qué la espera en un aeropuerto ha de ser más grata con una música de fondo que realmente nadie escucha porque es tan solo un ruido? ¿Tenemos menos miedo a entrar en la consulta del dentista porque oigamos en la sala de espera uno de esos arreglos orquestales que desvirtúan cualquier obra? ¿Apreciamos más la calidad de un restaurante si comemos mientras suena la Marcha turca de Mozart o la banda sonora de Memorias de África? ¿Por qué ha de haber música en un café al que la gente va a leer el periódico, charlar con los amigos o preparar unas notas para una entrevista?
Por supuesto, entiendo que la haya -y mejor, en vivo- en ciertos locales y a ciertas horas a las que la gente va por eso, por escuchar música. Hablo de otra cosa: de sonido enlatado puesto de oficio a todas horas, guste o no, lo aprecie alguien o no, solo por evitar el silencio. Leí que hace unos años, en algunos bares de EE UU, se puso de moda en las máquinas de discos que entonces hacían furor la opción del silencio. El cliente se acercaba a la máquina y por cinco centavos o diez, o los que fueran, podía elegir una canción de las disponibles o cuatro minutos de silencio. Y muchos elegían el silencio. Me apunto.
(Hay días que mi obra favorita es la que sigue)