Artur Mas, nuevo presidente de la Generalitat de Cataluña, ha incorporado a su equipo, como responsable de Cultura, a Ferran Mascarell, que ya ocupó ese cargo en el tripartito de Maragall durante unos meses y que fue una larga etapa concejal de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona. Al margen de lo insólito que resulta que alguien ocupe el mismo cargo en dos gobiernos de distinto color (así, a bote pronto, solo se me ocurre el precedente de Francisco Fernández Ordóñez, que fue ministro con la UCD y el PSOE), lo que quiero destacar es que se trata de un magnífico fichaje. Mascarell lo tiene todo para hacer un buen trabajo: experiencia en gestión de la cultura en el sector público y en el privado, buenas relaciones con los agentes culturales y una estupenda imagen pública. Hace casi cinco años, con motivo de la publicación de un libro sobre gestión cultural, le hice una larga entrevista que contiene su ideario en esta materia. Esa entrevista se ha puesto de actualidad con su nombramiento. Aquí se la dejo.
FERRAN MASCARELL GESTOR CULTURAL
«La peor política cultural es la que resulta coercitiva con la diversidad»
Ferran Mascarell (Barcelona, 1951) tiene tres décadas de experiencia como gestor cultural y un currículo que lleva a preguntarse si habrá algún proyecto de relieve en Cataluña nacido desde la transición donde no haya estado presente de una u otra forma. Ahora ha reunido en “La cultura en la era de la incertidumbre. Sociedad, cultura y ciudad” (Roca Editorial) parte de los documentos escritos en los últimos años sobre la materia. En ese libro, Mascarell, que hoy es concejal de Cultura en Barcelona, defiende con ardor el papel de la Administración como «promotor de promotores». Y en esta entrevista critica cualquier política cultural que penalice la diversidad.
-¿La cultura es hoy un asunto de Estado o la oportunidad que tienen los políticos de inaugurar exposiciones y salir en la foto?
-La cultura es una realidad social muy profunda, si se analiza desde el punto de vista real. Es algo que está ahí e impregna toda la realidad social. Otra cosa son las políticas culturales públicas. Y ahí sí que se da algo de lo que se plantea en la pregunta: muchas veces se confunde la política cultural con el adorno de la política…
-En su libro dice que la mejor libreta de ahorro para los jóvenes es la cultura y la educación. ¿Existe la convicción generalizada de que es así?
-No, todavía no. Se mantiene la idea de que es menos importante que otras dimensiones de la vida. Yo creo que lo que determina el futuro, la calidad de vida, la felicidad individual incluso, es la cultura. En cambio, en nuestro mundo predomina una cierta mirada economicista, aunque creo que algo está mejorando.
-¿Qué papel debe jugar la Administración en la cultura?
-Es una cuestión indiscutible que los productores culturales no son en ningún caso la Administración. Son los editores, los productores de películas, las escuelas, la televisión, los periódicos… La principal misión de la Administración es propiciar que esos productores trabajen, mediante políticas que favorezcan la diversidad. Si promueven la libertad de creación, los ciudadanos podrán consumir aquellos productos culturales que deseen.
-Pero se debate con frecuencia entre lo más minoritario y el populismo…
-Estamos ante un problema de grado, efectivamente. A medio plazo, el populismo cultural no da resultado, es superfluo y socava las bases de la producción privada. Lo importante es que haya opciones para todos: productos para la minoría más culta, más selecta y exigente, y para las grandes colectividades. No son cosas incompatibles, porque cultural es todo, lo exquisito y lo masivo.
-¿Debe hacerlo todo la Administración?
-Se trata de que lo haga el sector privado, aunque detrás tenga que estar el público apoyando aquellas iniciativas que por su carácter minoritario lo necesiten. Además, hablamos de sector privado y éste agrupa muchas cosas diferentes. No debemos pensar sólo en grandes empresas capitalistas que buscan un beneficio cuantioso y rápido. Lo normal es que en el sector cultural haya empresas pequeñas sin otro afán de lucro más allá de ganarse la vida. Y hay mucho empleo y producción generados por todas ellas, que también es bueno para la economía local.
-Usted sostiene que los gobiernos vasco y catalán han usado la cultura para reforzar la identidad y el central ha respondido igual. Txapela y barretina frente a castañuelas. ¿Dónde queda el cosmopolitismo?
-La actuación de esas administraciones autonómicas no ha favorecido el cosmopolitismo, eso es evidente. Pero bueno, eso se explica dentro del proceso que España ha vivido en los últimos veinte años, y ahí está la defensa de lo identitario en cada caso, que es algo que han reforzado los nacionalistas. Yo no lo criticaría -porque me parece bien que se destaquen esos rasgos-, si al mismo tiempo se hubiesen desarrollado otros aspectos efectivamente más cosmopolitas. Pero no se ha hecho así.
-¿Por eso es más fácil publicar un lujoso libro sobre una ferrería local del siglo XVIII, por ejemplo, que un ensayo en rústica sobre Hegel?
-Por supuesto. Eso ha sucedido con entera seguridad. En parte ha podido darse como mecanismo compensatorio por las dificultades que durante el franquismo existieron para publicar determinadas cosas. Pero lo que se ha hecho es incorrecto desde el punto de vista del que hablaba hace un momento: el de la diversidad. La peor política cultural es la que resulta coercitiva con la diversidad.
-¿Por qué hay tan pocos profesionales de la gestión cultural en España?
-La raíz del problema es que la cultura se ha simplificado. Se pensaba que llevar una entidad cultural es cosa fácil. Y, sin embargo, dirigir un museo con 7 u 8 millones de presupuesto y un centenar de empleados es tan difícil como dirigir una empresa de ese tamaño; o más, porque encima el objetivo es mucho más complejo y no se trata sólo de ganar dinero a fin de año. Todo el mundo se ha atrevido a meterse en la gestión cultural, pero ya se ha visto que, para esto, como para todo, hacen falta conocimientos.
-Sin embargo, las entidades culturales son con frecuencia el destino de políticos quemados…
-No hay que olvidar que la política genera un cierto aprendizaje de la gestión. He conocido buenos políticos reconvertidos en buenos gestores, y gestores profesionales que no lo han hecho nada bien en el campo cultural.
-¿Por qué la Administración, en todos los niveles, es tan intervencionista en este campo?
-Me parece que en lo teórico, sí hay una especie de afán por guiarlo todo, pero creo que si descendemos a lo práctico ya no se da tanto. En Barcelona, por ejemplo, hemos creado infraestructuras, instrumentos y programas al servicio de todos. Es cierto que hay veces que los políticos se ponen a promocionar a determinados artistas emergentes, lo que no está bien. La Administración dispone el terreno de juego, pero no debe sacar de centro ni mucho menos meter los goles.
-Pero en pocos ámbitos hay tanto clientelismo como en la cultura.
-En nuestro caso, rotundamente no. Seguro que hay elementos de realidad en lo que usted dice, pero también tópicos. Estoy convencido de que hay muchos sitios donde se trabaja con criterios de seriedad, aunque se hagan otras lecturas.
-Pese a eso, es innegable que cada gobierno tiene “sus” escritores, “sus” directores de cine, “sus” artistas…
-Sí, los tiene. Pero hecha esta afirmación, ¿cuál es el antídoto? Es natural que cada cual tenga sus preferencias y las exprese. Mientras eso no suponga que se cierre el terreno de juego a los demás, no pasa nada. Y al revés, los artistas también deben tener la posibilidad de expresarse sobre lo que hacen los gobiernos.
-Pero suelen reducir el tono de sus críticas cuando son los “suyos” quienes gobiernan…
-El artista inmaculado no existe. No ha existido nunca. Creo incluso que hoy son más libres que nunca, porque viven del mercado y tienen con la política una relación más o menos cordial. De lo que sí estoy convencido es de que deben poder expresarse libremente siempre.
-Hablemos de la cultura en las ciudades. ¿Están las autoridades y los ciudadanos convencidos de su papel o lo están sobre todo en las urbes con gran tradición?
-Si hay una tradición, la ciudad lo tiene asumido de forma casi inconsciente. Una ciudad es un proyecto de convivencia y eso es en sí mismo un proyecto cultural. Otra cosa es que a ello se sume la presencia de las artes y las letras, que lo enriquecen. Si no se pone el acento en eso se están restando posibilidades de mejorar, incluso en lo económico, porque no se le estará sacando todo el partido posible a la ciudad.
-¿Qué papel tienen en ello los denominados “proyectos emblemáticos”?
-Depende de cada lugar. Lo que hoy tiene Barcelona se ha construido a lo largo de muchas generaciones, y aproximadamente cada una o dos de ellas ha habido un gran proyecto que ha servido para regenerar una parte de la ciudad. Eso ha sido muy positivo, porque los dirigentes y la burguesía local han conseguido que la ciudadanía se sume.
-¿Cuánto dura el efecto de uno de esos proyectos?
-Todo lo que vaya más allá de dos generaciones ya es bueno, en especial si además lo que se hace en su interior tiene interés. La clave está no sólo en la regeneración que produce, sino en la vida que una vez puesta en marcha tenga la institución. Por eso hay que buscar muy bien a las personas que se van a poner al frente, para que al impacto urbanístico se sume el cultural.
-¿Y qué le parece que en todos ellos haya un componente notable de espectáculo? ¿Es inevitable?
-No creo que sea una tendencia ineludible para el futuro. Nosotros hemos aprobado la Agenda 21, y ahí se pone el acento justo en lo contrario, en que la cultura tiene poco que ver con el espectáculo vacuo.
Exigencia de calidad
-Hay partidos que piden la desaparición del Ministerio de Cultura porque apenas tiene competencias. ¿Qué opina?
-Justo lo contrario. Yo creo que debe tener más presupuesto y mantenerse como una expresión del papel del Estado en la cultura, con varias funciones: dar soporte a las grandes instituciones, favorecer el intercambio entre autonomías, promover la pluriculturalidad lingüística y colaborar con las autonomías en la internacionalización de la cultura española.
-En un tema de Les Luthiers se anuncia un Gobierno militar. Todos los ministros son generales, menos el de Cultura que es cabo. ¿Por qué suelen tener tan poco peso político los titulares de este departamento?
-Porque tiene que ver con esa idea simple de lo que es cultura de la que hablaba antes.
-¿Qué siente cuando algunos responsables de la cultura demuestran una gran incultura?
-Una doble sensación: que hay que pensar que cultivarse es cosa de toda la vida y que el mundo de la política tiene que estar más atento a la realidad cultural. Aunque creo que lo que debe exigírseles es calidad en la gestión. Y, para ser justos, si preguntáramos a empresarios, periodistas y profesionales de otros ámbitos, quizá encontráramos las mismas lagunas.
-¿Se puede hacer algo por mejorar el prestigio de la cultura o estamos condenados a que el modelo de los jóvenes sean deportistas de éxito o participantes en concursos necios de TV?
-Se puede y se debe hacer. Debemos insistir en que la cultura equivale a valores distintos a los que se preconizan tantas veces a través de los medios. Pero el retroceso en algunos ámbitos se equilibra en otros: las bibliotecas de Barcelona recibieron el año pasado 4,4 millones de visitantes. A veces no lo parece, pero las cosas se mueven.
(Publicada el 26 de marzo de 2006)