“Sé todo acerca de los periodistas, un regimiento de tipos curiosos corriendo de un lugar a otro para que unos cuantos aburridos sepan lo que pasa por el mundo. ¿Y eso para qué sirve?» Hilding (Rosalind Russell), la protagonista de Luna nueva (Howard Hawks, 1940), sabe efectivamente de lo que habla cuando se refiere a la tarea de los informadores porque ella misma trabaja como reportera. Incluso ha estado casada con el director de su diario. Por eso, cuando anuncia que deja la profesión y su ex marido trata de convencerla para que no lo haga, le responde con un retrato ácido de su actividad. En otro filme célebre, Primera plana (Billy Wilder, 1974), en realidad una nueva versión de la misma historia, solo que aquí el protagonista es un varón, se completa el perfil del periodista. El reportero a punto de dejarlo, encarnado por Jack Lemmon, confiesa a su director -impagable Walter Matthau-, que se va a dedicar a la publicidad en una empresa de la familia de su futura esposa porque no quiere vivir como él: «Sin hogar, sin familia, sin amigos, comes judías de lata sin calentar siquiera y duermes en el sofá de tu despacho veinte noches de cada mes. Y tu única distracción es meterte en la cama con un periódico».
¿Son así todos los periodistas que salen en el cine? Un reciente artículo en ‘Intercom. Revista Brasileira de Ciências da Comunicaçao’, que a su vez parte de una investigación realizada por un equipo de profesores de las universidades del País Vasco y Sevilla, dirigido por la catedrática Ofa Bezunartea, da respuesta a esa pregunta. Tras analizar un centenar de filmes de periodistas desde los años treinta hasta la actualidad, concluyen que los informadores del celuloide tienen vidas familiares muy complicadas, son tipos solitarios, que con frecuencia no han pasado por la Universidad, obsesionados por su trabajo, menos dados a los vicios -sobre todo, alcohol y tabaco- de lo que podría suponerse y en general bien armados éticamente.
Una vida afectiva desastrosa. Los periodistas que salen en las películas son pésimos maridos -o esposas, aunque en su mayor parte son varones-, malos amantes y novios insufribles. Más de la mitad de ellos están solteros, algo que llama la atención dado que la edad media de los informadores del cine ronda los 40 años. A esos hay que sumar que uno de cada diez están divorciados y y casi otro tanto casados de nuevo tras un fracaso previo.
Fracasos y obsesiones
Pero, ¿cómo no va a fracasar el matrimonio del protagonista de El americano impasible (en sus dos versiones, Joseph Mankiewicz, 1958, y Philip Noyce, 2002 ) si él vive en Indochina, amenazado cada día con volar por los aires por una bomba, y su esposa está en Londres? Claro que a veces es solo la presión informativa la que conduce hacia el precipicio. En El cuarto poder (Richard Brooks, 1952), la viuda del editor del diario cuenta que se marchó en una ocasión de casa, un par de días, y su marido ni siquiera lo notó. «Pero él la amaba», la interpela el director del periódico. «Apasionadamente, sólo que entre ediciones», le contesta la mujer. Y la protagonista de La mujer del año (George Stevens, 1942) abandona a su marido en su noche de bodas porque le surge la oportunidad de hacer una importante entrevista.
Algo parecido sucede en El reloj asesino (John Farrow, 1948): el protagonista debe interrumpir su luna de miel porque le avisan para cubrir un suceso. «Desde entonces, trabajo 26 horas al día, Navidad y el Día de la Madre», confiesa. Las relaciones afectivas son difíciles con quien vive obsesionado con su trabajo. Le sucede al director de The paper. Detrás de la noticia (Ron Howard, 1994), que solo cuando le detectan un cáncer coge el teléfono para llamar a su hija, de la que hace años que no sabe nada. Porque él no ha querido saber, o no ha tenido tiempo de saber.
La obsesión por el trabajo, por la noticia, llega a ser una patología. El cámara de Héroe por accidente (Stephen Frears, 1992) no deja de hablar en voz alta mientras filma las imágenes del avión que acaba de estrellarse: «Vaya, es un auténtico infierno, es imponente, es de Pulitzer». Más o menos lo mismo que otro cámara, el de Territorio comanche (Gerardo Herrero, 1996), a quien no se le va de la cabeza la posibilidad de filmar la voladura de un puente pese a que una mínima prudencia debería llevarle a renunciar a esas imágenes.
Periodistas que viven para conseguir la mejor noticia, las imágenes más impactantes, la entrevista más brillante. Y no se lo pueden quitar de la cabeza. El protagonista de Silver City (John Sayles, 2004) tiene las paredes de su piso llenas de papeles pegados, con las anotaciones sobre la investigación que está haciendo, y no deja de mirarlos en los pocos ratos en los que está en casa.
Una tensión -y una obsesión- semejante podría conducir a un consumo masivo de alcohol, tabaco y otras drogas. Sin embargo, no parece que los periodistas de la pantalla destaquen por ello. Sí aparecen, a veces, grupos de informadores -sobre todo, corresponsales de guerra- charlando en torno a unas copas en el hotel en el que se alojan, pero es infrecuente que estén borrachos. Tan solo el personaje encarnado por Bruce Willis en La hoguera de las vanidades (Brian de Palma, 1989) se pasa la totalidad del filme ebrio. Pero es una excepción notable.
¿Y la ética? Casi la mitad de los informadores que aparecen en el centenar de películas examinadas tienen muy asumida la funciones de control del poder y de informar a la sociedad de cuanto sucede. Y una cuarta parte se mueve por el interés de conseguir éxitos para su medio. Sólo otro cuarto busca en primer lugar el éxito personal sin importarle los medios para ello. El caso más llamativo es el de Corredor sin retorno (Samuel Fuller, 1963), donde un periodista simula una enfermedad mental para entrar en un psiquiátrico e investigar un crimen. Al comienzo del filme, cuando está preparando la farsa, dice con toda claridad que él lo único que quiere es ganar el Pulitzer. También en Tinta roja (Francisco Lombardi, 2000) el protagonista adquiere todos los vicios y vulnera todas las normas con tal de triunfar. Pero casos así los hay en todas las profesiones.
(Publicado en Territorios de la Cultura, 29 de mayo de 2010)