Escena vista hace unos pocos días en el aeropuerto de Loiu, en Bilbao. Última hora de la tarde. Larga cola en la sala de embarque y una joven bien vestida que se dirige a la misma puerta ante la que yo espero mi turno. Sujeta con su mano izquierda un ordenador portátil, que lleva abierto y encendido, mientras con la derecha marca un número en un teléfono móvil (o quizá envía un SMS) y además carga con una pesada bolsa. Es la imagen misma del agobio y la hiperactividad. Una imagen que, por cierto, antes no se veía.
No hace tantos años, la gente esperaba en las salas de embarque leyendo el periódico o un libro. Algunos, con enorme vida interior (la expresión es de Pérez-Reverte), miraban hacian un punto fijo y pasaban así los minutos. Ahora son muchos quienes trabajan en su ordenador hasta el último instante, hasta que están ya sentados en el avión y el personal de cabina empieza a mirarlos con mala cara o les dicen simplemente que deben apagarlo antes del despegue. ¿De verdad se rinde más trabajando en esas condiciones? O aún mejor: ¿hay alguien que puede concentrarse mientras espera que le llamen para entrar en el avión o hace cola para entregar su tarjeta de embarque? Sigo prefiriendo a quienes leen durante la espera. Y estoy seguro de que su trabajo es de más calidad.